Eras
un ángel. Por eso te fuiste volando y yo no he dormido ni un solo minuto desde
entonces. Afuera el viento arrastra sus pies de papel periódico, sus largas
alas invisibles golpean los muros de esta casa: un viento disfrazado de harapos
y antifaces que ha recorrido todas las cárceles y ha escuchado las confesiones
de todos los crímenes; un viento lunar que mete su hocico de hielo por la
ventana y sopla ideas terribles en mis pensamientos. ¿De quién son estas manos?
Cuando no escribo, mis manos tocan los contornos de las cosas que tocaron tus
manos: son dos guantes de carne buscando tu carne; son dos libélulas
angustiadas abriendo cajones, desordenando papeles o arrojando objetos de
cristal contra el duro cristal de mi memoria. Quizá pisé cristales rotos sin
darme cuenta, hay huellas de sangre en las alfombras; cientos de manchas
oscuras que son el mapa de mis pasos en estos últimos setentaytantos días: dos
semanas de octubre, todo noviembre; casi todo diciembre pues hoy es día treinta
y pasado mañana habrá que comprar un calendario nuevo. Las huellas salen de
esta habitación donde escribo y recorren todos los rincones de la casa: algunas
se confunden con los azulejos del baño, entre trapos sucios y cucarachas hambrientas;
otras dan varias vueltas alrededor de los polvorientos sillones que se
amontonan en el centro de la sala; otras más, dibujan extraños rostros en el
comedor. Hay dos manchas casi transparentes en la mesa de la cocina: sé que
perdí mis zapatos pues las manchas tienen la forma de dos insólitos seres, cada
una con las cinco cabecitas redondas de mis dedos. Fue en la cocina donde lo
intenté por última vez: del techo cuelga todavía un pedazo de cuerda rota, no
hubo tic-tac, tic-tac; mi cabeza se llenó de oscuridades y cuando abrí los ojos
seguía vivo... La cita con Belcebú tuvo que posponerse. Afuera los hombrecitos
se preparan para recibir el año nuevo. El viento les arranca los sombreros y yo
me río y el viento se ríe conmigo. Luego miro tu retrato, ángel, y la risa se
convierte en llanto y el llanto en grito y el grito en esta risa tan ajena a
mí, que parece ya no mi risa, sino la risa de mi esqueleto. ¿Cómo será el
esqueleto del tiempo? Año nuevo, año huevo, año hueco, vida hueca: cuerpo sin
esqueleto. Mañana los hombrecitos beberán y comerán hasta perder el sentido, el
cuerpo de la Tierra habrá dado una vuelta más alrededor de Mamá Sol. El cuerpo
de la Tierra, amasando en sus entrañas la carne de los muertos mientras en su
piel se reproduce la vasta plaga de los vivos. Desde mi ventana puedo ver a los
hombrecitos: suben y bajan de sus coches último modelo; hacen ruido, visten,
calzan, se pintan los labios y mandan a sus propios hijos a la cárcel. Algunos
usan uniformes o sotanas, otros dirigen sus inexpresivas miradas hacia esta
casa donde no hay relojes ni ruidos. Debajo de sus pies crujen los huesos de la
Tierra y ellos no pueden darse cuenta: hace unos días era nochebuena y todos
cantaban villancicos; en cada ventana había luces, arbolitos y sonrientes
rostros blancos alrededor de los manjares y los vinos. Al día siguiente los
restos de pavo y bacalao fueron devorados por las ratas que viven en los
basureros; más tarde, yo me comí algunas de esas ratas. Pobres hombrecitos;
están encerrados en sus propias caras y no pueden imaginar que hubo un ángel
entre ellos, ni que el ángel se fue volando y ahora sólo yo puedo escribir y
escribir y escribir para que tú regreses algún día. Miro tu retrato. ¿Qué veían
tus ojos? ¿Qué calles recorriste después de ser fotografiada? ¿Qué ángeles, que
mujeres vestidas de negro escucharon tu voz de ángel esa noche? El retrato ya
era viejo cuando me lo regalaste: según tus pláticas, en aquellos tiempos
vestías siempre de negro; querías ser una gran actriz y conocer todo el mundo y
que todo el mundo te conociera. Al cerrarse el telón de tu teatro imaginario,
los hombrecitos aplaudían hasta romperse las manos y en tu camerino había
cartas de amor y fiestas y fotógrafos y flores. Querías leer todos los libros,
ir a todos los conciertos, ver todas las películas; querías descubrir un motivo
para desbordar el vino que se fermentaba en los alambiques secretos de tu
corazón... Pero el destino tenía otros planes: bajaste al subsuelo y me
conociste; tu guardarropa cambió de color y tus amigos se fueron a vivir a otro
planeta. Una noche sin luna nos juramos amor eterno: las ranas del estanque
dejaron de cantar y yo vi en tus ojos el reflejo de mis ojos y más allá de las
nubes los goznes del universo rechinaron. Infectados de pasión decidimos
compartir esta casa y este lecho glacial donde los amaneceres te sorprendían
con las luces encendidas y una biblia desgastada entre las manos, mirando la
lluvia mientras
afuera yo cavaba tumbas para enterrar nuestro pasado. Casi
no salíamos; comenzaste a llevar un diario, en el cual no sólo describías tus
mutaciones sino que también hablabas de mí y yo era la razón de tu existencia,
aunque algunas veces en lugar de mi nombre escribías la palabra Vampiro.
"Anoche querido diario, descubrí que Vampiro es sonámbulo";
"Vampiro llegó borracho y enterró mis muñecas en el jardín";
"Vampiro me encerró con llave y puso el tocadiscos a todo volumen";
"Vampiro me ama, Vampiro no me ama... después de su última crisis está
deshecho y confundido". Pasó el tiempo: dejaste de escribir en tu diario,
hacía mucho que no hablabas ni comías; te quedabas dormida veinte, veintidós
horas diarias y yo cuidaba tus sueños de ángel y en el jardín la yerba crecía
sin cesar como un despiadado monstruo verde. Una mañana, los objetos de la casa
comenzaron a moverse solos mientras tu dormías; en las escaleras se oían pasos
y voces, y una jauría de perros invisibles ladraba su locura en la azotea. Tan
pronto como despertabas, la calma y el silencio volvían a la casa: tu mirada
vacía reflejaba que gran parte de ti se iba quedando poco a poco en el mundo de
los sueños, y yo miraba mis manos y me sentía muy solo y muy triste y muy
sediento. Cada noche me bebía alguna de las botellas que guardábamos en la cava
del sótano; una vez, absolutamente borracho, te pedí a gritos que me llevaras
contigo: "Quiero soñar lo que tú sueñas; por favor no vuelvas a dejarme
solo". Tú me miraste sonriendo y tus delgados labios se abrieron muy
despacio: "No mi amor, eres un vampiro y los vampiros no pueden ir al Cielo..."
Nunca más volví a escuchar tu voz. Nunca más volviste a sonreír. Ni Drácula, ni
Vathek, ni Nosferatu: treinta crucifijos de diferentes tamaños adornan mi
armadura. Cada mañana me desayuno un ajo entero; la luz de Mamá Sol no daña mis
ojos, el agua bendita no quema mis entrañas y he comprobado que todos los
espejos de esta casa me reflejan... ¿Vampiro? La primera vez que probé la
sangre casi vomito: tuve que extraerla con una jeringa de mis propias venas
pues nunca he tenido los colmillos afilados. Ahora te recuerdo, ángel, y
escribo todos los días y después de tantas palabras, las palabras pierden su
significado: soy un vampiro y tengo huesos de piedra, nervios de alambre,
músculos de esponja; el mecanismo azul de esta mano seguirá trazando líneas y letras
y palabras, hasta que cada palabra sea tan solo una eterna gota golpeando el
yunque de agua de mi soledad, porque no estás aquí y alguien me robó los sueños
y alguien me robó la voz, y tu voz me convirtió en un ridículo vampiro para
siempre. La noche que te fuiste llevabas casi un mes durmiendo. Ese día las
ranas y los grillos chillaban en el jardín como si fuera el fin del mundo,
mientras en el aire de la cocina giraba un carrusel de tazas y platos y
botellas. Por la tarde un siniestro cielo verde se deshizo en terrible
tempestad; yo llevaba varios días a tu lado, inmóvil, esperando a que
regresaras del túnel de los sueños... De pronto abriste los ojos y en tus ojos
había luz: luz en toda la casa, luz en todos los espejos de la casa. Un
escalofrío reptó por mi carne, mi lengua se convirtió en un minúsculo cadáver
agrietado, y cuando me miraste, no pude soportar tu terrible mirada: corrí
escaleras abajo y me encerré en el sótano; una sed milenaria me obligó a beber
varias botellas. Era casi medianoche cuando regresé a la recámara: las ventanas
estaban abiertas y tú eras un punto de luz empequeñeciéndose a lo lejos; un
ángel luminoso volando rumbo a un Cielo prohibido... Desde entonces dejé de
dormir; mi mano derecha tomó una pluma y comenzó a moverse sola: como una
piraña devorando a su presa; como una hija maldita, escribiendo la sentencia de
muerte para su pobre padre vampiro. Navajas Gillette en mis muñecas, balas en
mis sienes, cianuro en mi bebida preparada: ahora soy inmortal... También son
inmortales los ángeles, pero ellos pueden extender sus alas y alejarse volando
de la Tierra; en cambio yo tengo que cargar para siempre este esqueleto, como
una pesada cruz de huesos dentro de mi cuerpo destruido. El gran esqueleto de
la Tierra cruje bajo mis pies de vampiro, y yo me alimento de cucarachas, y no
puedo dormir, y no puedo olvidar tu hermosa carne de ángel. Busco objetos que
mis manos puedan acariciar, así como alguna vez acariciaron tu rostro y tus
manos y tus alas: encuentro un lápiz de labios y me pinto los labios; con
sangre de rata maquillo mis ojos y en el espejo soy la mala copia de una mala
actriz en una pésima película de vampiros. Me pongo tus vestidos, tus collares
y tus medias; salgo al jardín y bailo un tango macabro al ensordecedor compás
de los aviones que dibujan largos pentagramas en el cielo. Luego bebo:
"Salud, ángel; que Belcebú te bendiga y el fuego de sus ojos alumbre tu
camino de regreso a casa..." Lloro. Bebo. Afuera los hombrecitos también
beben. También lloran.
Año nuevo. A primera hora salgo a comprar botellas y otras
cosas pero todas las tiendas están cerradas: en las calles hay un silencio
sospechoso, y en cada ventana hay una mirada, y un suspiro, y un deseo. Sigo
caminando; recorro la ciudad vacía hasta llegar al bosque: los árboles tratan
de huir cuando sienten mi presencia, pero el cuerpo de la Tierra los tiene bien
sujetos. Me siento a la sombra de un viejo pirul y de mi bolsillo saco tu
retrato; los demonios del viento dan vueltas alrededor, las mandíbulas de todas
las termitas crujen: creo que todos los ojos del bosque me están mirando... ¿A
dónde te fuiste ángel? ¿Por qué no vuelves, por qué no me curas de esta
incurable pesadilla? Cae la noche como una maldición, y yo regreso corriendo a
casa, y a mi paso la ciudad entera se derrumba. Es el esqueleto de la Tierra
moviéndose despacio; es el esqueleto de la Tierra crujiendo bajo mis huesos...
Me encerraré con llave, nunca más volveré a salir pues he descubierto el Gran
Secreto: mis huesos y los huesos de la Tierra son los mismos, porque la Tierra
es también un enorme vampiro.
Agosto. Zumba la
luz. El verano ha instalado su campamento en los desiertos amarillos de mi
mente. Hace calor: mil cangrejos trepan por mi garganta. Afuera de esta celda
se mueren de sed los camellos; los caminos de sal se pierden en el horizonte
mientras Mamá Sol se bebe todos los líquidos, y todas las sombras, y todos los
sueños corrompidos. Con cuanta nostalgia recuerdo ahora aquella casa y aquel
viento lunar que clavaba sus dulces alfileres en mis huesos y congelaba
tiernamente mis articulaciones. Se secó mi mano y dejé de escribir; se secó mi
corazón, oh ángel, y dejé de pensar en ti. Después de tantos meses, una noche
por fin pude dormir: soñé casas, calles destruidas; soñé un libro escrito por
dentro y por fuera, sellado con siete sellos... y en mis sueños vi un ángel
fuerte que pregonaba a grandes voces: "¿Quién es digno de abrir el libro y
desatar los sellos?"; y ninguno, ni en el Cielo ni en la Tierra ni debajo
de la Tierra podía abrir el libro, ni aun mirarlo; y lloraba yo mucho, y uno de
los ancianos me dijo: "Ya no llores"; y miré, y vi que en medio del
trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos estaba en pie
un Cordero como inmolado, que tenía siete cuernos, y siete ojos, los cuales son
los siete espíritus de Dios enviados por toda la Tierra; y en la cocina oí
gritos y fuertes ruidos que me despertaron. Los hombrecitos habían forzado la
puerta y entraban a la casa como un rabioso ejército de ratas: rompieron las pocas
botellas que quedaban, pisotearon a las cucarachas del baño y siguiendo el
rastro de pisadas llegaron a mi habitación... Me reconocieron, horrorizados: yo
era el encorvado espectro que les sonreía, desde el otro lado del espejo. Me
llevaron a empujones al jardín donde otros hombrecitos uniformados habían
cortado la yerba, y con picos y palas removían la dura piel de la Tierra
buscando tal vez un tesoro: el único
tesoro que encontraron, ángel mío, fueron tus restos... entonces miré al cielo
y comprendí que nunca más regresarías. Después de un breve juicio, los
hombrecitos me declararon culpable y me sentenciaron a muerte sin saber que soy
inmortal... Me sentaron en un trono eléctrico, colocaron una hermosa corona de
cables en mi cabeza y subieron la palanca: el olor a quemado los hizo toser
durante varias horas; mi gran carcajada los hizo temblar durante varias noches.
Dos semanas después me trajeron a esta cárcel construida en medio del desierto,
donde me han dejado a solas con mis sueños; a solas con mi esqueleto para
siempre. Algún día, la plaga de los hombrecitos desaparecerá. Mamá Sol seguirá
trazando arcos en el cielo mientras se bebe la sal y el azúcar de tu
recuerdo... Yo seguiré escuchando el rumor de la Tierra; el eterno crujir de
los huesos de la Tierra, debajo de estos pies ensangrentados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario