I)
En
la hora del sol más alto, los nubarrones se esponjan como reyes asmáticos.
Abajo, hombres de cobalto buscan andamios, escaleras para alcanzar la luz
anaranjada, quizá unos zancos silenciosos que los eleven del cactáceo asfalto
de su podredumbre.
II)
El inquisidor destripa amuletos, mueve las ruedas de su
máquina: de las mangas de su disfraz cuelgan esqueletos de peces y cruces
diabólicas. Un colibrí se detiene en el centro de las manecillas: el mediodía
es un abuso, un martillo que clava designios en las cabezas pelonas de allá
abajo.
III)
Bebes aguardiente. Nosotros caminamos hacia tu sino, una maraña de
sílabas quiere ser mantra en las orejas pero luego se disuelve en percusiones
prehistóricas, en el crepitar de millones de soles -o tal vez el mismo sol,
millones de veces repetido-.
IV)
La muerte ronda en los puentes, en las aguas de
obsidiana, en los obeliscos.
V)
La luz del Espíritu Santo es pluma en tu frente:
alrededor giran planetas, moscardones y avispas, un dios colibrí meditabundo.
El humo verde de tus menjurjes se eleva hacia los nubarrones: saltan acuarelas
en los ojos, los arbustos caminan con pasos de sombra y el cristal de tus uñas
pela el cascarón de la crisálida acuosa donde aguardamos.
VI)
No hay baile. Llega
la luna, se sienta en su sillita y se cubre con un rebozo morado y azul… detrás de ella: millones de
lunas ancianas que atiborran la cúpula celeste.
VII)
Han pasado doce horas. El
sur se cierne sobre cada una de nuestras arterias -el bálsamo añoso del bosque
nos llama, no tan lejos-, y huimos en tropel, lobos de lumbre, búhos de sal:
seguimos tu voz en malezas y manglares hasta que tu voz es el manglar y las
malezas.
VIII)
La muerte glacial ronda en los puentes, en las aguas de obsidiana.
Pero esta vez la esfera escapa de sus manos y va a dar al pantano milenario
donde tienes tu casa. Estamos limpios.
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