Aquel lunes,
el correo me trajo entre otras cosas, un pescadito de oro y una carta gris que
era negra, anaranjada y verde. Provenía del País de las Ventanas, donde viví
hace siglos con Doña Metamorfosis. Leí la carta a gritos para despertar a mis
huéspedes, las momias, quienes se pusieron felices al escuchar la noticia: Doña
Metamorfosis llegaría el próximo viernes en el tren de las ocho.
El lunes se
convirtió en martes y el miércoles en jueves; durante ese tiempo las momias se
afanaron desempolvando sarcófagos, lavando cristales, puliendo cubiertos y
echando sus vendajes sucios en la lavadora.
El viernes
en la madrugada todo estaba listo para recibir a la visitante; compré rosas
marchitas y me vestí de negro, un taxi me dejó en la entrada de la estación
Buenavista, donde el duende de mi corazón saltó al suelo y siguió saltando
entre los pies innumerables. El tren era un saurio largo, sudoroso y cansado
después de su viaje. Los pasajeros eran lunas, marionetas, pájaros metálicos.
Al final del andén, entre la multitud, pude reconocer a Doña Metamorfosis,
acompañada de su inseparable secretaria, Una Escobita Ruiz.
Doña
Metamorfosis… ¿Cómo describir a tal personaje? Su rostro es otro rostro y otro
rostro y otro rostro, sus manos son pulpos y espejos y aguaceros. Nos dimos un
abrazo y diez mil besos, de nuestras espaldas brotaban alas que eran sillas y
eran árboles inmensos.
De la
estación caminamos rumbo a casa y a nuestro paso todo cambiaba: las nubes eran
puertas y las puertas elefantes; Doña Metamorfosis me miraba y nuestras
carcajadas se convertían en hojas secas. Recorrimos panteones y palacios y
hemisferios. Al pasar por un jardín, los niños envejecieron, y las hermosas
doncellas fueron monstruos del pecado contabilizando incestos. Entramos al registro
Civil que antes había sido iglesia y que algún día sería cantina; ahí, Doña
Metamorfosis cambió su nombre por el de Muertemorfosis. Era casi medianoche
cuando llegamos a mi casa: todo estaba en ruinas. Las momias se habían
convertido en mariposas y revoloteaban alrededor de los floreros.
Muertemorfosis y yo nos miramos fijamente, y ella fue vértebras y polvo y
luego… nada.
Desde
entonces paso los fines de semana a solas, aburrido, jugando al ajedrez con mi
propia sombra.
Coyoacán, 1989.
2 comentarios:
No lo conocía y me gustó muchísimo, estoy sonriendo como boba.
Exelente blog quedé encantada 😍
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