Había un muerto. En el callejón donde todas las tardes jugaban Beto,
Miguel y Luis, había un muerto. Era un muerto gordo, triste y pensativo con dos
medallitas rojas agujerándole el traje gris y luego la carne y luego el corazón
congelado para siempre, y para siempre quedarían en la memoria sus ojos
muertos, como si al jugar encantados alguien lo hubiera tocado, dejándolo
quieto y triste y absurdo, sosteniéndose con manos moradas la enorme barriga
llena de pedos gruñones que ya jamás saldrían con su escándalo de patos
ridículos. Ni Beto ni Miguel ni Luis se atrevieron a esculcarle los bolsillos.
Tampoco se atrevieron a robarle el sombrero de gángster o los zapatos
puntiagudos y largos como los dedos de un cocodrilo gigante haciendo la señal
de Venceremos. Lo que si se llevaron fue la pistola. Una pistola negra y pesada
que parecía haber enmudecido después de la muerte de su dueño, quien no tuvo
tiempo de usarla, y nadie supo nunca si fue Luis o Miguel o Beto el que llamó
por teléfono a la policía, cero seis: señorita, fingiendo voz de grande; se ha
cometido un asesinato en el Callejón de Santa Bárbara, por favor mande una
patrulla, ya cuelga, quién sabe si me creyeron. Tampoco se supo dónde
escondieron la pistola. Y esa noche ni los papás de Beto, ni los papás de Luis, ni la mamá de Miguel se dieron cuenta
del silencio tan espeso cuando los tres niños, cada uno en su respectiva casa,
bebían leche, cenaban despacio su cereal o las insípidas burritas recién
sacadas del horno de microondas. Los siguientes días en ningún noticiero se
dijo nada del muerto que desapareció por la noche como un fantasma, asunto
olvidado, y nadie reclamó esa pistola que en nada se parecía a la pistola de
plástico azul de la guerra de las galaxias que Miguel le pidió a los reyes
magos hace dos navidades, ni a la pistola de fulminantes de Beto, ni a la
pistola de Luis que lanzaba gruesos chorros de agua a varios metros de
distancia, mojando a sus furiosas primas que tanto se habían tardado en secarse
el cabello con una pistola de aire caliente. No. Ésta era una pistola de fierro
negro que recordaba tiempos milenarios: como si fuera un feto de ese monstruoso
ferrocarril de sueños que viaja sin regreso al infierno todas las noches. Una
pistola sólo para adultos, las manos diminutas de Beto y Miguel y Luis apenas
pueden sostenerla, se cansan los brazos si la cargas más de diez segundos, y
Luis se lastimó los dedos al tratar inútilmente de sacarle las balas. Porque
ese era otro acertijo: las balas. No es lo mismo las inocentes balas con las
que a veces imaginaban cohetes espaciales para las hormigas, que estas balas
metidas misteriosamente en la pistola como juguetes prohibidos. Seis juguetes
que desgarrarán músculos y quebrarán huesos y atravesarán arterias. La primer
bala será para la maestra mil veces maldita que los obliga a memorizar
lecciones absurdas bajo la feroz amenaza de un futuro sin futuro. Otras dos
balas para la cabeza del papá de Beto que promete cosas y nunca las cumple, que
promete llorando no volver a hacerlo y siempre olvida sus promesas. Y las tres
balas restantes para no tener miedo nunca más, para que mañana reine la
justicia divina de los ángeles como en tantas caricaturas, tantos cómics y en
la vida real de los juegos de nintendo. La pistola brilla en lo oscuro, ahora
Beto y Miguel y Luis saben que no hay nada más sagrado que una promesa secreta.
Sólo queda esperar a que sus manos crezcan. Esperar a que el tiempo pase, lento
como un dinosaurio, mientras los otros juguetes: mecanos, soldados,
tanquecitos, agonizan de aburrimiento porque ya nadie quiere jugar con ellos.
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