viernes, 19 de septiembre de 2014

LADY CLIC


Ella es la madre de todas las cosas
y tú eres su huevo...

GONG


I)

Y si el Universo no estuviera aquí, ¿dónde estaría?
  
El vacío es un trozo inmenso de carne oscura y tu destartalada nave la punta de un alfiler que lo atraviesa a una velocidad imposible en estas horas cuando el sueño aprieta tu mente con dedos de gorila. Cierra los ojos: verás manchas azules y verdes. Verás amibas o nebulosas, o quizá fantasmas de otro planeta. Pensarás que es la sangre circulando por las minúsculas venas de tus párpados quien provoca esas visiones; pensarás que es el efecto de las luces, o cosas de tu imaginación aturdida por el cansancio y querrás abrir los ojos otra vez para ver la pantalla y el tablero de mandos… No lo hagas. Si esperas un poco las manchas desaparecerán, las amibas y los fantasmas huirán asustados y entonces verás un pequeño punto, oscuro y misterioso como una semilla. ¿Qué diferencia puede haber entre ese punto perdido en la inmensidad del Universo y cualquier otro de los trillones de puntos que forman la realidad? Imagina ahora que el punto crece, de pronto es un cuerpo, de pronto tiene colores y movimiento. ¿Te das cuenta? Ese punto eres tú mismo. Tienes diez años, un ojo morado y una enorme gorra azul. Tienes diez años y estás sentado en la hierba jugando con tus piedras favoritas y la gran lupa que te regaló el abuelo. En aquellos tiempos las piedras te hablaban y tú te pasabas las tardes buscándoles con la lupa bocas, picos, trompas o cualquier órgano que explicara sus diminutas voces.

Para ti tener diez años era como ser dueño de diez dragones. Sin embargo, visto desde afuera parecías pequeño e indefenso: flaco, no muy limpio, un poco despeinado cuando te quitabas la gorra. Nadie hubiera creído que detrás de tus ojos escondías un océano; un paraíso detrás de tu frágil sonrisa. Las rueditas de tu mente giraban todo el tiempo. Te gustaba mirar las estrellas como frutas de cristal colgadas del árbol de la noche; te gustaba perseguir lagartijas y volar los estrafalarios papalotes que tú mismo construías; te gustaba sentir el aire en las orejas, el agua y la tierra en tus pies descalzos. Aunque tenías muchos juguetes, amontonados en el closet a lo largo de once navidades y diez cumpleaños, nada te divertía más que tus piedras parlantes a las cuales habías bautizado con los nombres de una lista que apareció entre las hojas de uno de los libros de tu abuelo. Las piedras se llamaban Toli, Fehler, Haznal, Csonka, Germán, Bottyán, Zsolt y Gunghi. A tus diez años las piedras te hablaban, pero nunca contestaron a tus preguntas, y mucho menos la vez que les preguntaste sus verdaderos nombres.

Eras hijo único. Aparte de ti vivían en tu casa un grupo de adultos: tu papá, tu mamá, tu abuelito y Fernanda, la grande y dulce señora que ayudaba a tu mamá haciendo la comida y dándote consejos. También vivía con ustedes un perrito sin cola que nunca respondió al nombre de Caín ni a ninguno de los otros cientos de nombres que le pusiste. A veces te preguntas qué habrá sido del alma de ese perro y te descubres creyendo todavía las palabras que te dijo Fernanda la tarde que lo atropellaron, Caín se fue al cielo de los perros, m’hijo, y es muy feliz con sus alas de ángel-perro, ladrándole a diosito-perro. Tu papá se enojó con ella al oír de tu boca tales explicaciones y tu mamá, muy seria, le habló de la importancia de decirte sólo la verdad, siempre la verdad.

Porque en tu casa no había ángeles, ni santos reyes, ni fantasmas; ni siquiera antepasados ilustres que hubieran peleado en las Cruzadas. En tu casa estaba siempre esa señorita blanca, antipática y aguafiestas llamada Verdad que te espiaba cuando hablabas con tus piedras, haciéndote sentir un poco culpable. Por las noches papá y mamá soñaban con dividendos, cicatrices, porcentajes; soñaban un mar sin agua, vivían un sueño sin imágenes ni ruidos: siempre fueron para ti dos extraños, y más que extraños cuando tú no estabas y ellos dejaban de hablar y evitaban mirarse a los ojos. 

Tu casa era muy grande. Tenías un jardín y en el jardín un árbol llamado Pedro, y en las ramas de Pedro una casita de madera que a veces era un barco, un platillo volador, una torre encantada o el despacho de un detective. Tenías una bicicleta sin pedales y una jaula sin canarios donde todas las noches dormían tus piedras. Tenías un cajón lleno de discos y un tocadiscos marca fisher que en inglés quiere decir pescador: pescador de carruseles, cajas musicales, sargentos pimienta y otras canciones. Una vez, uno de los habitantes de tus discos confesó ser el Rey Lagarto y desde ese día decidiste ser el Rey de las Lagartijas aunque a veces sospechabas que ellas no lo sabían, pues a pesar de tus edictos reales seguían trepando indiferentes por las retorcidas ramas de Pedro.

Pero de todos los lugares de tu casa el mejor siempre fue la biblioteca. Estaba repleta de libros de todos tamaños colores y temas: los cuentos de Tario, atlas enormes con mapas salpicados de líneas que eran ríos y puntos que eran ciudades; revistas con fotos de planetas, momias y dinosaurios con sus nombres tan chistosos: señor diplodocus, policía triceratops, rey tiranosurio. También era en la biblioteca donde tu abuelito se pasaba las horas sentado en un sillón de humo, leyendo o pensando. Algunas veces te hablaba de la vida y de las mujeres tristes que había conocido antes de casarse con tu abuela, te hablaba de salones luminosos donde los músicos y los meseros eran tan elegantes como los invitados que bailaban valses o tangos. Otras veces te hablaba de los lugares que recorrería con tu abuela después de morir, o te contaba terribles leyendas de piratas o asesinos, aunque siempre, al llegar a la parte más emocionante del relato, se rascaba la cabeza, se quedaba mirando el techo y se convertía en otro abuelito, más serio y más viejo que el anterior. Un abuelo gris que te mandaba sin remedio a hacer la tarea, ya es muy tarde, tienes que estudiar para tu examen de historia. Porque claro, también estaba la escuela; y lo más importante: en la escuela estaba Lady Clic.


II)

¿De dónde vino? ¿Era la hija de un dios enfermo enviada a este planeta para castigarte anticipadamente por todos los pecados que habrías de cometer? ¿Era una criatura de Saurón, el Señor Oscuro, quien vive dormido en las tierras de Mordor donde se extienden las sombras? ¿O era acaso una alucinación colectiva, un mal sueño proyectado por las fantasiosas mentes de los pequeños alumnos del 4º “B”? Algunos afirmaban que Lady Clic tenía su escondite secreto en un desierto congelado y que desde su ventana podían verse cactus de hielo, jaurías de hambrientos coyotes polares y un sol negro, clavado con alfileres en un rincón del cielo. Otros decían que vivía en el centro de la Tierra, y que cada tarde regresaba a su casa por medio de un tenebroso elevador en forma de sarcófago. Otros más aseguraban que nunca salía de la escuela: por las noches duerme encima del escritorio con los ojos abiertos; ¿De veras? Sí, me lo dijo mi primo el de sexto, se alimenta de ratones vivos y se toma el agua de los excusados, ¡Guácala!; si no hay ratones se come los gises o los cuadernos que a veces se nos olvidan debajo de las bancas. Lo cierto es que Lady Clic estaba ahí antes de que llegaran Sigfrido o Lucy, los más puntuales del salón, y ahí se quedaba cuando la enorme Fernanda, perdóname m’hijo, se me hizo retarde, llegaba contrariada y sudorosa a recogerte… Nunca nadie se había encontrado a Lady Clic en la tienda, ni en el cine, ni en el parque. Nunca nadie la había visto reír. Nunca nadie la había visto cerrar los ojos.

Lady Clic era larga como el largo esqueleto de una jirafa. Usaba zapatos de hombre, vestidos de hace cincuenta años y un ridículo sombrero adornado con flores de plástico. Veinte collares daban varias vueltas alrededor de su cuello arrugado y sonaban como huesos cuando recorría el salón con sus enérgicos pasos de monja sádica. Tenía los ojos azules y enormes. No tenía cejas, ni labios y sus dientes eran una numerosa hilera de agujas hipodérmicas. Sus manos parecían dos reptiles artríticos, y tú estabas seguro de que si algún día alguien se las cortaba se irían corriendo solas, usando los cinco afilados dedos como patas, y vivirían otros cien años, aún estando lejos de su dueña. Claro que mientras no naciera el verdugo lo suficientemente valeroso como para cortarle las manos, Lady Clic seguiría aventando borradores, arrancando orejas, rompiendo exámenes, y lo más terrible: señalando tu entrecejo con uno de sus temblorosos dedos mientras las víboras de su voz entraban por tus oídos y se enredaban en tus pensamientos, dejándote sordo y aturdido incluso varias horas después de terminadas las clases.

En la escuela tus mejores amigos eran Hugo, un muchacho igualito a ti que nunca se enojaba cuando le preguntaban si era tu hermano gemelo; Sigfrido, tu compañero de sueños; Alejandra Becerril, alias La Gritos; y Lucy, una niñita trastornada y rubia quien siempre mecía en sus brazos a Bonzo, su osito de peluche. También estaban el misterioso Walter Westinghouse; Juanito Magallanes, alias Chivigón; Carlota, la sabelotodo; el pequeño Dibs, quien nunca hablaba y al que Lady Clic odiaba de manera muy especial; y Liliberto Chapiro, el Rey del Crimen; amigo de los de sexto y héroe secreto de todo el grupo; récord mundial en castigos, reportes, visitas a la Dirección y malas notas; especialista en la elaboración de microscópicos acordeones inútiles y gran traficante de canicas, sándwiches robados, amuletos contra el mal de ojo y lentes de rayos X para ver a través de las paredes del baño de las niñas. Liliberto fue el único que una vez se atrevió a contradecir a Lady Clic; esto le costó cuatro dientes y una enfermedad desconocida que habría de matarlo veinte años después en la lúgubre habitación de un hospital psiquiátrico. Hubo otros niños en aquel 4º “B”, y aunque has olvidado sus rostros, ahora te preguntas cómo vivieron, qué hicieron de sus vidas, y si también ellos, en alguna noche de insomnio, recordaban las interminables horas que pasaron juntos bajo la tutela despiadada de Lady Clic.

La escuela era una cárcel. Dos patios cuyos muros llegaban más allá de las nubes y un pequeño jardín seco donde hasta los pocos y raquíticos árboles eran grises. La Dirección estaba en lo alto de una torre negra: alrededor un laberinto de pasillos y salones, el taller de música, el taller de dibujo y un laboratorio siniestro que nadie usaba. Una vez entraste ahí para buscar unos libros y saliste corriendo a vomitar después de ver al esposo de Lady Clic, quien con su boca de molusco emplumado te sonrió desde un frasco amarillento y te siguió sonriendo muchas veces en tus pesadillas. Regresaste al salón sin los libros, bañado en vómito y lágrimas. Lady Clic, furiosa, te llevó arrastrando otra vez al laboratorio, pero el ser del frasco había desaparecido y ni siquiera Lucy te creyó cuando se lo platicaste.

El recreo duraba sesenta minutos exactos, y aunque era el descanso entre dos sombras, tenía también sus propios tormentos. Algunas veces, el Pingüino, director oficial de la escuela, se asomaba desde lo alto de su torre y te paralizaba a medio juego con el rayo de papel plateado que emitía su eterna dentadura glacial. Otras veces, los mastodontes de sexto te arrebataban tu gorra y la aventaban a la azotea, te echaban chamoy en los ojos o te pellizcaban las tetillas hasta que dijeras veinte marcas de taladros japoneses. También estaba Don Carlos, el conserje, temible personaje mejor conocido en el bajo mundo del hampa escolar como “el Oso Panesotes”. Era gordo, vulgar, pegajoso: si miraba tu sándwich a través de los cochinos cristales de sus lentes, éste se convertía automáticamente en un palpitante sapo, y cuando tú, asqueado, lo tirabas a la basura, él lo recogía y se lo tragaba de un solo bocado. Algunos juraban que el Oso Panesotes era capaz de comerse siete bolsas de bolillos y conchas en cinco minutos. Aún así, en el recreo quedaba tiempo para jugar encantados, patear pelotitas o intercambiar estampas. Aunque casi siempre tú preferías permanecer sentado en la sombra, lejos de todos, haciendo dibujos invisibles en el muro y añorando tu casa, las ramas de Pedro o los ladridos amistosos de Caín. Luego venían otras dos horas de clases y cuando por fin el timbre sonaba, como una bendición, señalando la hora de salida, tú respirabas aliviado sintiendo que después de todo la vida era otras cosas, otras personas, otros rostros totalmente diferentes a la máscara de tarántulas, la eterna máscara de tarántulas y gritos de tu querida maestra: Lady Clic.


III)

LUNES: ¡A callar, insectos; voy a pasar lista! Abarca… ¡presente! Alcántara… ¡presente! Aristi… ¡presente! Azcune… ¡presente! Batiz Guadalupe… ¡presente! Batiz Guillermo… ¡presente! Becerril… Tiene hepatitis, maestra. ¡Pobrecita! Ojalá se muera; decía Lady Clic, y su mueca era un pez descarnado, un alacrán cicatrizándole la cara. Castillo… ¡presente! Cervantes… ¡presente! Chapiro… ¡presente! Durán… ¡presente! Ustedes eran una hilera de promesas, un largo tren de ideas descabelladas. Tú eras el último vagón, el planeta más lejano, la voz más discreta. Tú eras Zúñiga… ¡presente!, y Lady Clic cerraba la carpeta. Así comenzaba el día, así comenzaba la semana: la rueca de los suplicios girando entre dedos nudosos y apocalípticos.

MARTES: Piloto llamando a copiloto, piloto llamando a copiloto: tus zapatos son Júpiter y Saturno, la paleta de tu banca es el tablero de mandos de una nave espacial que vuela más allá del salón, más allá del sistema solar y más allá de la galaxia. A tu lado Sigfrido sonríe; tal vez él también está muy lejos de aquí, dibujando mapas de guerra en un castillo medieval o a punto de llegar a la cima del monte más alto del mundo. (Disciplina y orden. Respeto y obediencia. Aplicación, asiduidad y atención… Prohibido hablar. Prohibido jugar. Prohibido reírse, rascarse o estornudar.) Piloto llamando a copiloto, piloto llamando a copiloto; ¡copiloto conteste! Entonces un fuerte grito te hace regresar a través de cien galaxias; Lady Clic es una enorme reina extraterrestre, y con una regla en la mano se acerca despacio a tu nave destruida.

MIÉRCOLES: Microbios, hongos, flores, palmeras, medusas, ballenas, tiburones, pulpos, caracoles, cangrejos, arañas, cucarachas, grillos, mariposas, gusanos, ranas, cocodrilos, tortugas, canarios, zopilotes, avestruces, murciélagos, ratones, caballos, vacas, canguros, dromedarios, osos, panteras, elefantes, rinocerontes, orangutanes, perros, gatos, niños, niñas… La vida es un desordenado orden de antenas y alas; de aletas, patas y colmillos; de hojas y troncos y pistilos y raíces. La luz de la mañana se ilumina a sí misma y tú eres una pieza más del gran rompecabezas: una redonda nota feliz y perfecta en el pentagrama sin fin del Universo… De pronto Lady Clic te pregunta el nombre del último emperador azteca: te pones de pie, tu lengua es un estropajo seco, tu voz se ha ido de vacaciones y los músculos de tus rodillas están a punto de reventarse. ¿El último emperador azteca? La tarde anterior gastaste muchas horas aprendiéndote ese y otros nombres; hace rato, camino a la escuela, se los recitaste a Fernanda sin ninguna traba. Pero ahora un manto negro cubre tu memoria y cubre también la espléndida luz de la mañana. Las tres o cuatro sílabas que empiezas a tartamudear son interrumpidas por el alarido de Lady Clic: ¡Siéntate mongolito! Tienes cero en  historia, eres un cero a la izquierda y nunca llegarás a ningún lado. Vuelves a sentarte, tembloroso, ante la compasiva mirada de todo el grupo. Cero en historia, cero a la izquierda y sin llegar nunca a ningún lado. Cero en historia, cero a la izquierda y sin llegar nunca a ningún lado. Cero en historia… Afuera la luz juega con las nubes y los pájaros platican con las flores, felices de ignorar el nombre del último emperador azteca.

JUEVES: Un ángel llora por ti sin que te enteres, vuela muy cerca de los tejados, trata de atrapar tus sueños. Un ángel se desgarra en la antena de tu casa: sus alas ensangrentadas salpicarán de rojo tu boleta de calificaciones.

VIERNES: ¿Quién fue el desviado que dibujó un submarino amarillo en el pizarrón? ¿Quién fue el imbécil que escribió con equis la palabra disciplina? ¿Qué mentes deterioradas tengo yo que arreglar a punta de reglazos? Lady Clic echa espuma por la boca y a grandes zancadas recorre sus dominios: le ordena a Lucy trapear el salón con su osito de peluche, le arranca las patillas a Juanito Magallanes, o con hilo y aguja le cose la boca a Hugo para que deje de platicar en clases. Cric-crac,  cric-crac, cric-crac… el sonido de los collares de Lady Clic anunciando su cercanía. Cric-crac, cric-crac, cric-crac. De pronto está junto a ti y quieres hacerte invisible y ella te arranca con sus garras el libro de español en el que fingías estudiar: en sus páginas encuentra las legendarias, las inconseguibles estampitas que te dio Walter Westinghouse esta mañana a cambio de que le regalaras tus sandwiches durante un mes. ¿Qué es esto?, pregunta Lady Clic con un gesto de asco arrugándole la nariz. Son estampas, miss. ¿Conque estampas, eh? Y rompiéndolas sin misericordia te manda por un reporte a la Dirección, no sin antes obligarte a levantar con la lengua cada uno de los minúsculos pedacitos de estampa desparramados por el suelo: cada uno de los pedacitos de las siete estampas que te faltaban para completar tu álbum… Hay que organizarnos, dice Liliberto Chapiro a la hora del recreo; yo puedo fabricar una minibomba atómica y esconderla en el interior de una manzana; dejamos la manzana en el escritorio, y cuando Lady clic se la coma: ¡Buuuuuuum!, picadillo de maestra por toda la escuela. Pero nadie ignora que Lady Clic se alimenta de carne cruda y no de manzanas; nadie ignora que con solo mirarnos adivinaría nuestras intenciones y nos dejaría de tarea copiar a mano el directorio telefónico completo. Suena el timbre: fin del recreo, fila de zombis de regreso al salón. Lady Clic saca la lengua y cierra los puños: ¡Pongan atención, enfermos! Les amputaré los dedos de jugar, aprenderán a responder como es debido; haré de ustedes Útiles Hombres de Corbata, Cifra y Portafolios… ¡Gusanos! ¡Algún día me lo agradecerán! 


IV)

Seré flor sin sentido, terror de glándulas, seré naturaleza descomunal; decía Toli, la más pequeña de tus piedras. Péndulo demente será mi corazón y mis pies dos hojas secas arrastrándose por el laberinto de la nada. ¿Acaso será tu religión un trozo de carne putrefacta?, preguntaba entonces Csonka, la piedra alargada y transparente que sostenías en la palma de tu mano. ¿Será tu vida un oscuro pozo de lenguas? ¿Será tu filosofía un almanaque sin números? Tú no comprendías esas palabras… Simplemente jugabas con tus piedras: las acomodabas formando un cuadrado de tres piedras por lado. Colocabas a Germán en medio de Bottyán y Gunghi o guardabas a Zsolt en tu bolsillo. Mis piedras hablan, decías; mis piedras hablan y nadie lo sabe. Desde la cocina se oía el golpetear de los platos y las cacerolas que lavaba Fernanda, mientras en la biblioteca tu abuelito roncaba con un libro de Dostoyevski en su regazo. Tus papás no estaban, habían ido a ver a unos abogados aunque a ti te dijeron que iban al teatro, al rato regresamos, pórtate bien y obedece a Fernanda.

La tarde del viernes se desenredaba como el suave velo de una novia en esa boda mágica donde tú eras el novio. Tus piedras enmudecieron de pronto y no volvieron a hablar por más que las mojaste, las mordiste o las golpeaste contra el suelo. Decidiste guardarlas en su jaula y entonces todas comenzaron a cantar al mismo tiempo una especie de incomprensible plegaria charlestoniana. Saliste corriendo al jardín, mis piedras están locas y quieren volverme loco. Trepaste por las ramas de Pedro para estar solo y planear desde tu casita de madera los juegos de esa tarde. Al día siguiente no había clases: no tenías que hacer tareas, no tenías que estudiar, no querías saber absolutamente nada de la escuela.

Miraste las nubes como grises castillos de un extraño reino celeste. ¿Existen los ángeles? De grande seré astronauta y un angelito me guiará para que los picos de las estrellas no le ponchen las llantas a mi nave. Esa vez no sólo te preocupó la existencia de los ángeles, también quisiste saber quién inventó los submarinos, para qué servía el miedo o si había sido un misterioso demonio invisible quien borró los resultados de tu último examen de aritmética. Pero la tarde siguió avanzando por su escalera de horas. Tú regresaste a tu recámara y escuchaste cuatro discos diferentes o quizá el mismo disco cuatro veces mientras acariciabas a Caín quien ladraba de gusto y movía su inexistente cola. Después volviste al jardín otra vez, soy el hombre de las nieves y mi perro es el primer dinosaurio; soy el Capitán Capricornio y mi perro es un robot y mis piedras son los restos de un asteroide. Luego te convertiste en un brujo bueno, preparaste sopas de lodo y un extracto de hongos y lombrices para curarles la tristeza a las lagartijas. La tarde de ese viernes fuiste dueño del Universo hasta que la lluvia comenzó a caer y Fernanda te llamó, la cena está servida, ve a lavarte las manos. Se acabaron los juegos, se acabaron las risas, pues junto con la lluvia cayó también la noche como un espeso monstruo de plastilina negra.

Después de cenar había que lavarse muy bien los dientes, ponerse la piyama y abrirse paso entre sábanas de hielo y una tonelada de cobijas. Fernanda apagaba la luz, que descanses m’hijito, duérmete pronto pues tus papás van a regresar quién sabe a qué horas. Fernanda cerraba la puerta. Fernanda te dejaba a solas con tu miedo… Porque de noche las cosas cambian. Porque de noche los objetos reviven y el escalofrío sale arrastrándose de su escondite y te muerde las orejas y afuera la tormenta es una mano gigante arrojando puñados de granizo. Oíste los pasos de Fernanda bajar las escaleras, la tos de tu abuelo en el cuarto de junto. Trataste de pensar que a esas mismas horas miles de niños como tú ponían sus cabezas en las almohadas y no había por qué asustarse pues mañana es sábado y a lo mejor ahora sí mi papá me lleva al cine como prometió hace mucho; a lo mejor a mi mamá no le duele tanto la cabeza y juega conmigo, aunque sea media hora. Pero la noche metió sus innumerables dedos por tus ojos para despertar a la pequeña noche que dormía dentro de ti. Cien lobos triangulares te mostraron entonces sus rostros azules desde la ventana, los relámpagos danzaron como esqueletos fosforescentes y la viscosa luz de una luna llena de sangre se derramó en el jardín arrancándole largos aullidos a tu perro. Bienvenidos a mi pesadilla, había dicho por la tarde el habitante de uno de tus discos y tú no querías cerrar los ojos pues todo lo anterior era tan sólo el preludio del infierno que te esperaba si llegabas a quedarte dormido.

Abres los ojos. Estás inmóvil y deforme en una silla de ruedas. La noche es verde y alrededor un inmenso mar de tumbas se pierde en el horizonte de los cuatro puntos cardinales. ¿Dónde estoy? De pronto, una de las tumbas se abre con un crujido expulsando de las entrañas de la Tierra al Oso Panesotes quien se acerca hacia ti acompañado por una vasta legión de feroces moscas carnívoras. Desesperado, haces girar las ruedas de tu silla pero no avanzas ni un milímetro pues el suelo es de jabón y la noche es una terrible máquina y arriba la luna es un ojo ciego que te mira. Los gangrenosos gritos del Oso Panesotes rebotan entre tumbas moradas mientras sus enormes manos tiran lápidas al compás de mil tambores delirantes: ¡Niño malcriado! ¡Te voy a comer como si fueras un bizcocho…! ¡Estoy soñando! ¡Estoy soñando! Y si la noche es una máquina, entre la niebla de tus sueños descubres que detrás de la máquina está nada menos que Lady Clic moviendo los controles; Lady Clic afilando las tijeras y cuchillos que habrá de utilizar en tu próximo sueño.

Ahora recuerdas como despertabas sudando frío, con la garganta reseca y el corazón murciélago loco latiendo a mil revoluciones por segundo. A veces te preguntas si no te quedaste atrapado en uno de esos sueños y has vivido el resto de tu existencia en unas pocas horas: tal vez mañana temprano, al despertar, tendrás tan sólo diez años. Tal vez tendrás mucho miedo, y toda una vida por delante. 


V)

Mamá ¿existen los ángeles? No hijo, son un invento de los hombres para no sentirse tan solos, decía tu mamá, y tú ya no podías contarle que algunas noches, desde la cabecera de tu cama, un ángel viejo abría sus alas y te cubría con ellas para protegerte de tus propias pesadillas. Tal vez el ángel sólo vive en mis sueños, tal vez mi mamá nunca tuvo diez años ni soñó pesadillas… Tal vez mi mamá nunca fue alumna de Lady Clic.

Encendías el tocadiscos: un gentil gigante tocaba jazz medieval o entonaba dulces cantos gregorianos mientras tu perro brincaba y tú recortabas papelitos con unas tijeras. Desde el escritorio, tus cuadernos y tus libros de la escuela te miraban con sus ojos planos: tienes que hacer la tarea, te quedan exactamente nueve horas y cuarentaicinco minutos. Afuera el sol del domingo besaba las ramas de Pedro, pintaba de bronce las espaldas de todos los escarabajos del jardín y con sus dedos cálidos y dorados tocaba la puerta de tu corazón: toc-toc-toc, y era tu abuelito que entraba fatal y sonriente a contarte una historia que acababa de inventar. Toc-toc-toc, y eran Hugo y Lucy que venían para invitarte a volar un papalote nuevo. Lo siento amigos, no puedo salir, tengo que hacer mi tarea, me quedan ocho horas y doce minutos… Y así se te iba el domingo: unos avioncitos de plastilina; tengo que hacer mi tarea, me quedan seis horas y treintaicuatro minutos. Una aventura de Asterix; tengo que hacer mi tarea, me quedan cinco horas y cuatro minutos. Un sándwich de mermelada; tengo que hacer mi tarea, me quedan tres horas y cuarentainueve minutos. Un disco del Rey Carmesí; tengo que hacer mi tarea, me quedan dos horas y veinte minutos. La hora de la cena; mañana llego muy temprano a la escuela y hago mi tarea.

¿Y ustedes qué van a ser de grandes? Yo seré gángster, decía Liliberto Chapiro; controlaré el tráfico de chocolates y dulces en las grandes ciudades y extorsionaré a los alcaldes para que manden cerrar todas las escuelas. Yo quiero ser bailarina, decía Lucy; seré muy famosa y bailaré en los teatros más lujosos, aunque luego fracasaré y terminaré bailando en un circo para pobres y me casaré con el payaso más triste de todos. Yo no sé, decía Sigfrido; quiero ser taxista, taquero, albañil, vendedor de caballos, mariachi, peluquero o bolear zapatos en el mercado de las flores… lo malo es que mi papá quiere que yo sea arquitecto. Hugo y tú no tenían dudas: querían ser astronautas. La semana pasada habían visto por la televisión como unos astronautas chinos pisaban por fin la superficie de Marte. Claro, a veces pensaban que a lo mejor los astronautas se sentían muy solos allá tan lejos. ¿Y tú qué vas a ser de grande? Le preguntaban a Walter Westinghouse; ¿Yo?, seré el mejor mago del mundo: mi acto triunfal será desaparecer para siempre a Lady Clic. 

La tarde que un camión de mudanzas atropelló a Caín lloraste mucho. ¿A dónde van los perros que se mueren? ¿Por qué tiene que existir la muerte? Entonces Fernanda te habló del Cielo y tu abuelito te contó la leyenda de las reencarnaciones, y tú dejaste de llorar y en el cielo viste una gran nube en forma de perro… Esa tarde tu papá y tu mamá no te dijeron nada. Esa tarde, tú papá y tu mamá no supieron cómo consolarte.

 
VI)

Algunos dicen que fue Dios; otros dicen que fue el Diablo… La vez que se incendió la escuela, Lady Clic había salido a la Dirección, dejándolos al cuidado de la superchismosa Carlota. Tú ya habías terminado de resolver las ecuaciones y mientras mirabas el techo decidiste que de grande, además de astronauta, serías bombero: los sábados, cuando no haya incendios, recorreré las calles con mi flamante carro rojo y llevaré a todos los niños a dar una vuelta. De pronto oíste los gritos: ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Se está quemando la escuela!Ha pasado mucho tiempo, y ahora el orden de los sucesos se hace trizas en tu memoria: recuerdas un zapato tirado y el libro de aritmética quemándose lentamente debajo de tu banca; recuerdas las lágrimas y los gritos de Carlota, la cara de incrédula felicidad de Liliberto Chapiro. Por la ventana del salón viste al tropel de niños rodando por las escaleras: la multitud de niños asustados tratando de huir y en medio de ellos al Pingüino abriéndose paso a punta de golpes y patadas. ¡Fuego! ¡Fuego! 

Tú también corriste, pero tu cuerpo parecía moverse en cámara lenta. Afuera, entre las llamas, viste por última vez a Lady Clic: creció y creció hasta alcanzar el triple de su tamaño y tenía los ojos en blanco y había manchas de sangre en las comisuras de su boca. También viste por última vez a tu amigo Hugo: sonreía como un visionario mientras Lady Clic lo clavaba en una enorme cruz de madera… El tiempo se detuvo. Tú te quedaste inmóvil y aterrorizado mirando la escena; nunca más los ángeles volverían a reír, nunca más los ángeles volverían a cantar. Entonces el cadáver ardiente del Oso Panesotes cayó frente a ti y el nauseabundo olor de su grasa chamuscada te hizo perder el conocimiento. 

Despertaste mucho tiempo después. Tu mamá, tu papá, tu abuelito y Fernanda te miraban sin parpadear alrededor de la cama: ¡Ya despertó! ¡Ya despertó! ¿Cómo te sientes m’hijito? ¿Puedes hablar? Tu regresabas de un lugar sin espacio, de un confortable túnel donde no había noches ni días. Detrás de tus ojos se había roto el inmenso cristal del Cielo: a tus diez años supiste que nunca más volverías a ser el mismo. Las siguientes semanas todos te trataron como si fueras un pollito recién nacido. Cada noche, un doctor muy gordo y una enfermera muy flaca te tomaban la temperatura con un termómetro de luz líquida, anotaban cosas en sus libretas y te daban una pequeña pastilla rosa: después de tragártela soñabas a tus amigos, soñabas ninfas de cristal y bosques prehistóricos. Jamás volvió a aparecerse en tus sueños Lady Clic.

Dejaste de ir a la escuela. Al año siguiente te inscribieron en una escuela distinta donde las paredes eran de espejo y los recreos duraban muchas horas; nada de tareas, nada de lecciones ni libros: los maestros usaban impecables batas blancas, siempre sonreían y contestaban pacientemente cualquier cosa que se te ocurriera preguntarles… Pasó el tiempo. El cajón de tus discos se llenó de telarañas y un rayo deshizo tu casita de madera; pobre Pedro, perdió casi todas sus ramas. Una noche de luna, mientras los grillos le llevaban serenata a las estrellas, cavaste un agujero en el jardín y enterraste en él a tus ocho piedras parlantes. No hubo lágrimas, no hubo rito: nunca volviste a desenterrarlas.

Creciste. Debajo de la nariz te salió un bigote igual al de tu abuelo quien murió poco tiempo después con los pulmones salpicados de cáncer, dejándote como herencia miles de libros que nunca leíste y un montón de dinero que nunca te gastaste. Luego desaparecieron los amigos. Tú supiste de mujeres, y supiste también del sordo dolor que causan las mujeres. La dulce y enamorada Fernanda se casó con un sargento y se fue a vivir a otro país. Las cabezas de papá y mamá se llenaron de canas para siempre, y en los rincones de la casa se fue amontonando poco a poco el eterno polvo de la melancolía.

Un buen día te metiste a la escuela de astronautas: dos meses después estalló la guerra. 


VII)

Y si el universo no estuviera aquí, ¿dónde estaría?

Abre los ojos: las luces del tablero de mandos proyectan fantasmas azules y verdes en tu rostro. Tienes setenta años y regresas a la Tierra después de un largo viaje; ningún ángel vuela alrededor de tu nave, ninguna gota de esperanza salpica las paredes agrietadas de tu corazón. Ahora eres un viejo lobo del espacio, tienes la piel curtida por la sal de las galaxias y en tus bigotes quedan aún migajas de la última estrella que viste explotar. Te enviaron en busca de vida y en el viaje se te fue la vida. Te enviaron en busca de vida y lo único que encontraste fueron los dedos de la soledad dibujando cifras inescrutables en el oscuro pizarrón de la nada.

Mira la pantalla: ese punto insignificante que crece centímetro a centímetro es el sol, ¿lo recuerdas? El tercero de sus hijos es nada menos que la Tierra; el viejo planeta Tierra, donde nadie te espera en casa porque tu casa ya no existe. Ahora compruebas la gran paradoja del tiempo: desde que te enviaron al espacio, en la Tierra han transcurrido varios miles de años y cuando llegues de regreso quizá ya no encuentres raza humana; quizá ya no encuentres árboles, ni montañas, ni océanos, ni lluvia.

Dentro de unos días atravesarás la atmósfera. No reconocerás el extraño crucigrama de luces, la gigantesca ciudad de agujas que se extiende sobre el único continente que aún no ha sido devorado por los mares putrefactos. Aterrizarás: el cielo tendrá un color distinto al cielo de tu infancia. El silencio zumbará alrededor como las alas de una enorme libélula eléctrica. Al bajar de tu nave mirarás sorprendido a esos pálidos seres encorvados que hablan un burdo lenguaje de caníbales; no te darán la bienvenida, no habrá signos de emoción en sus miradas: tratarás de huir al escuchar sus salvajes gritos de guerra y ellos te perseguirán por bosques cibernéticos y pantanos de mercurio hasta hacerte caer en un foso. Tocarán tus manos, tocarán tu rostro. Cambiarán por cadenas tus ropajes de astronauta y con antorchas en mano te llevarán arrastrando a través de una extensa red de túneles y galerías. Luego te arrojarán a las oscuridades de una bóveda hexagonal, donde sentada en su trono de calaveras, Lady Clic te está esperando desde siempre para interrogarte.  




 

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