Ella es la madre de todas las cosas
y tú eres su huevo...
GONG
I)
Y si el Universo no estuviera aquí, ¿dónde estaría?
Y si el Universo no estuviera aquí, ¿dónde estaría?
El vacío es un trozo inmenso de carne oscura y tu destartalada nave la
punta de un alfiler que lo atraviesa a una velocidad imposible en estas horas
cuando el sueño aprieta tu mente con dedos de gorila. Cierra los ojos: verás
manchas azules y verdes. Verás amibas o nebulosas, o quizá fantasmas de otro
planeta. Pensarás que es la sangre circulando por las minúsculas venas de tus
párpados quien provoca esas visiones; pensarás que es el efecto de las luces, o
cosas de tu imaginación aturdida por el cansancio y querrás abrir los ojos otra
vez para ver la pantalla y el tablero de mandos… No lo hagas. Si esperas un
poco las manchas desaparecerán, las amibas y los fantasmas huirán asustados y
entonces verás un pequeño punto, oscuro y misterioso como una semilla. ¿Qué
diferencia puede haber entre ese punto perdido en la inmensidad del Universo y
cualquier otro de los trillones de puntos que forman la realidad? Imagina ahora
que el punto crece, de pronto es un cuerpo, de pronto tiene colores y
movimiento. ¿Te das cuenta? Ese punto eres tú mismo. Tienes diez años, un ojo
morado y una enorme gorra azul. Tienes diez años y estás sentado en la hierba
jugando con tus piedras favoritas y la gran lupa que te regaló el abuelo. En
aquellos tiempos las piedras te hablaban y tú te pasabas las tardes buscándoles
con la lupa bocas, picos, trompas o cualquier órgano que explicara sus
diminutas voces.
Para ti tener diez
años era como ser dueño de diez dragones. Sin embargo, visto desde afuera
parecías pequeño e indefenso: flaco, no muy limpio, un poco despeinado cuando te
quitabas la gorra. Nadie hubiera creído que detrás de tus ojos escondías un
océano; un paraíso detrás de tu frágil sonrisa. Las rueditas de tu mente
giraban todo el tiempo. Te gustaba mirar las estrellas como frutas de cristal
colgadas del árbol de la noche; te gustaba perseguir lagartijas y volar los
estrafalarios papalotes que tú mismo construías; te gustaba sentir el aire en
las orejas, el agua y la tierra en tus pies descalzos. Aunque tenías muchos
juguetes, amontonados en el closet a lo largo de once navidades y diez
cumpleaños, nada te divertía más que tus piedras parlantes a las cuales habías
bautizado con los nombres de una lista que apareció entre las hojas de uno de
los libros de tu abuelo. Las piedras se llamaban Toli, Fehler, Haznal, Csonka,
Germán, Bottyán, Zsolt y Gunghi. A tus diez años las piedras te hablaban, pero
nunca contestaron a tus preguntas, y mucho menos la vez que les preguntaste sus
verdaderos nombres.
Eras hijo único.
Aparte de ti vivían en tu casa un grupo de adultos: tu papá, tu mamá, tu
abuelito y Fernanda, la grande y dulce señora que ayudaba a tu mamá haciendo la
comida y dándote consejos. También vivía con ustedes un perrito sin cola que
nunca respondió al nombre de Caín ni a ninguno de los otros cientos de nombres
que le pusiste. A veces te preguntas qué habrá sido del alma de ese perro y te
descubres creyendo todavía las palabras que te dijo Fernanda la tarde que lo
atropellaron, Caín se fue al cielo de los perros, m’hijo, y es muy feliz con
sus alas de ángel-perro, ladrándole a diosito-perro. Tu papá se enojó con ella
al oír de tu boca tales explicaciones y tu mamá, muy seria, le habló de la
importancia de decirte sólo la verdad, siempre la verdad.
Porque en tu casa no
había ángeles, ni santos reyes, ni fantasmas; ni siquiera antepasados ilustres
que hubieran peleado en las Cruzadas. En tu casa estaba siempre esa señorita
blanca, antipática y aguafiestas llamada Verdad que te espiaba cuando hablabas
con tus piedras, haciéndote sentir un poco culpable. Por las noches papá y mamá
soñaban con dividendos, cicatrices, porcentajes; soñaban un mar sin agua,
vivían un sueño sin imágenes ni ruidos: siempre fueron para ti dos extraños, y
más que extraños cuando tú no estabas y ellos dejaban de hablar y evitaban
mirarse a los ojos.
Tu casa era muy
grande. Tenías un jardín y en el jardín un árbol llamado Pedro, y en las ramas
de Pedro una casita de madera que a veces era un barco, un platillo volador,
una torre encantada o el despacho de un detective. Tenías una bicicleta sin
pedales y una jaula sin canarios donde todas las noches dormían tus piedras.
Tenías un cajón lleno de discos y un tocadiscos marca fisher que en inglés
quiere decir pescador: pescador de carruseles, cajas musicales, sargentos
pimienta y otras canciones. Una vez, uno de los habitantes de tus discos
confesó ser el Rey Lagarto y desde ese día decidiste ser el Rey de las
Lagartijas aunque a veces sospechabas que ellas no lo sabían, pues a pesar de
tus edictos reales seguían trepando indiferentes por las retorcidas ramas de
Pedro.
Pero de todos los
lugares de tu casa el mejor siempre fue la biblioteca. Estaba repleta de libros
de todos tamaños colores y temas: los cuentos de Tario, atlas enormes con mapas
salpicados de líneas que eran ríos y puntos que eran ciudades; revistas con
fotos de planetas, momias y dinosaurios con sus nombres tan chistosos: señor
diplodocus, policía triceratops, rey tiranosurio. También era en la biblioteca
donde tu abuelito se pasaba las horas sentado en un sillón de humo, leyendo o
pensando. Algunas veces te hablaba de la vida y de las mujeres tristes que
había conocido antes de casarse con tu abuela, te hablaba de salones luminosos
donde los músicos y los meseros eran tan elegantes como los invitados que
bailaban valses o tangos. Otras veces te hablaba de los lugares que recorrería
con tu abuela después de morir, o te contaba terribles leyendas de piratas o
asesinos, aunque siempre, al llegar a la parte más emocionante del relato, se
rascaba la cabeza, se quedaba mirando el techo y se convertía en otro abuelito,
más serio y más viejo que el anterior. Un abuelo gris que te mandaba sin
remedio a hacer la tarea, ya es muy tarde, tienes que estudiar para tu examen
de historia. Porque claro, también estaba la escuela; y lo más importante: en la
escuela estaba Lady Clic.
II)
¿De dónde vino? ¿Era
la hija de un dios enfermo enviada a este planeta para castigarte
anticipadamente por todos los pecados que habrías de cometer? ¿Era una criatura
de Saurón, el Señor Oscuro, quien vive dormido en las tierras de Mordor donde
se extienden las sombras? ¿O era acaso una alucinación colectiva, un mal sueño
proyectado por las fantasiosas mentes de los pequeños alumnos del 4º “B”? Algunos afirmaban que Lady Clic
tenía su escondite secreto en un desierto congelado y que desde su ventana
podían verse cactus de hielo, jaurías de hambrientos coyotes polares y un sol
negro, clavado con alfileres en un rincón del cielo. Otros decían que vivía en
el centro de la Tierra, y que cada tarde regresaba a su casa por medio de un
tenebroso elevador en forma de sarcófago. Otros más aseguraban que nunca salía
de la escuela: por las noches duerme encima del escritorio con los ojos
abiertos; ¿De veras? Sí, me lo dijo mi primo el de sexto, se alimenta de
ratones vivos y se toma el agua de los excusados, ¡Guácala!; si no hay ratones
se come los gises o los cuadernos que a veces se nos olvidan debajo de las
bancas. Lo cierto es que Lady Clic estaba ahí antes de que llegaran Sigfrido o
Lucy, los más puntuales del salón, y ahí se quedaba cuando la enorme Fernanda,
perdóname m’hijo, se me hizo retarde, llegaba contrariada y sudorosa a
recogerte… Nunca nadie se había encontrado a Lady Clic en la tienda, ni en el
cine, ni en el parque. Nunca nadie la había visto reír. Nunca nadie la había
visto cerrar los ojos.
Lady Clic era larga como el largo
esqueleto de una jirafa. Usaba zapatos de hombre, vestidos de hace cincuenta
años y un ridículo sombrero adornado con flores de plástico. Veinte collares
daban varias vueltas alrededor de su cuello arrugado y sonaban como huesos
cuando recorría el salón con sus enérgicos pasos de monja sádica. Tenía los
ojos azules y enormes. No tenía cejas, ni labios y sus dientes eran una
numerosa hilera de agujas hipodérmicas. Sus manos parecían dos reptiles
artríticos, y tú estabas seguro de que si algún día alguien se las cortaba se
irían corriendo solas, usando los cinco afilados dedos como patas, y vivirían
otros cien años, aún estando lejos de su dueña. Claro que mientras no naciera
el verdugo lo suficientemente valeroso como para cortarle las manos, Lady Clic
seguiría aventando borradores, arrancando orejas, rompiendo exámenes, y lo más
terrible: señalando tu entrecejo con uno de sus temblorosos dedos mientras las
víboras de su voz entraban por tus oídos y se enredaban en tus pensamientos,
dejándote sordo y aturdido incluso varias horas después de terminadas las
clases.
En la escuela tus mejores amigos
eran Hugo, un muchacho igualito a ti que nunca se enojaba cuando le preguntaban
si era tu hermano gemelo; Sigfrido, tu compañero de sueños; Alejandra Becerril,
alias La Gritos; y Lucy, una niñita trastornada y rubia quien siempre mecía en
sus brazos a Bonzo, su osito de peluche. También estaban el misterioso Walter
Westinghouse; Juanito Magallanes, alias Chivigón; Carlota, la sabelotodo; el
pequeño Dibs, quien nunca hablaba y al que Lady Clic odiaba de manera muy
especial; y Liliberto Chapiro, el Rey del Crimen; amigo de los de sexto y héroe
secreto de todo el grupo; récord mundial en castigos, reportes, visitas a la
Dirección y malas notas; especialista en la elaboración de microscópicos
acordeones inútiles y gran traficante de canicas, sándwiches robados, amuletos
contra el mal de ojo y lentes de rayos X para ver a través de las paredes del
baño de las niñas. Liliberto fue el único que una vez se atrevió a contradecir
a Lady Clic; esto le costó cuatro dientes y una enfermedad desconocida que
habría de matarlo veinte años después en la lúgubre habitación de un hospital
psiquiátrico. Hubo otros niños en aquel 4º “B”, y aunque has olvidado sus
rostros, ahora te preguntas cómo vivieron, qué hicieron de sus vidas, y si
también ellos, en alguna noche de insomnio, recordaban las interminables horas
que pasaron juntos bajo la tutela despiadada de Lady Clic.
La escuela era una cárcel. Dos
patios cuyos muros llegaban más allá de las nubes y un pequeño jardín seco
donde hasta los pocos y raquíticos árboles eran grises. La Dirección estaba en
lo alto de una torre negra: alrededor un laberinto de pasillos y salones, el
taller de música, el taller de dibujo y un laboratorio siniestro que nadie
usaba. Una vez entraste ahí para buscar unos libros y saliste corriendo a
vomitar después de ver al esposo de Lady Clic, quien con su boca de molusco
emplumado te sonrió desde un frasco amarillento y te siguió sonriendo muchas
veces en tus pesadillas. Regresaste al salón sin los libros, bañado en vómito y
lágrimas. Lady Clic, furiosa, te llevó arrastrando otra vez al laboratorio,
pero el ser del frasco había desaparecido y ni siquiera Lucy te creyó cuando se
lo platicaste.
El recreo duraba sesenta minutos
exactos, y aunque era el descanso entre dos sombras, tenía también sus propios
tormentos. Algunas veces, el Pingüino, director oficial de la escuela, se asomaba
desde lo alto de su torre y te paralizaba a medio juego con el rayo de papel
plateado que emitía su eterna dentadura glacial. Otras veces, los mastodontes
de sexto te arrebataban tu gorra y la aventaban a la azotea, te echaban chamoy
en los ojos o te pellizcaban las tetillas hasta que dijeras veinte marcas de
taladros japoneses. También estaba Don Carlos, el conserje, temible personaje
mejor conocido en el bajo mundo del hampa escolar como “el Oso Panesotes”. Era
gordo, vulgar, pegajoso: si miraba tu sándwich a través de los cochinos
cristales de sus lentes, éste se convertía automáticamente en un palpitante
sapo, y cuando tú, asqueado, lo tirabas a la basura, él lo recogía y se lo tragaba
de un solo bocado. Algunos juraban que el Oso Panesotes era capaz de comerse
siete bolsas de bolillos y conchas en cinco minutos. Aún así, en el recreo
quedaba tiempo para jugar encantados, patear pelotitas o intercambiar estampas.
Aunque casi siempre tú preferías permanecer sentado en la sombra, lejos de
todos, haciendo dibujos invisibles en el muro y añorando tu casa, las ramas de
Pedro o los ladridos amistosos de Caín. Luego venían otras dos horas de clases
y cuando por fin el timbre sonaba, como una bendición, señalando la hora de
salida, tú respirabas aliviado sintiendo que después de todo la vida era otras
cosas, otras personas, otros rostros totalmente diferentes a la máscara de
tarántulas, la eterna máscara de tarántulas y gritos de tu querida maestra:
Lady Clic.
III)
LUNES: ¡A callar, insectos; voy a
pasar lista! Abarca… ¡presente! Alcántara… ¡presente! Aristi… ¡presente!
Azcune… ¡presente! Batiz Guadalupe… ¡presente! Batiz Guillermo… ¡presente!
Becerril… Tiene hepatitis, maestra. ¡Pobrecita! Ojalá se muera; decía Lady
Clic, y su mueca era un pez descarnado, un alacrán cicatrizándole la cara.
Castillo… ¡presente! Cervantes… ¡presente! Chapiro… ¡presente! Durán…
¡presente! Ustedes eran una hilera de promesas, un largo tren de ideas descabelladas.
Tú eras el último vagón, el planeta más lejano, la voz más discreta. Tú eras
Zúñiga… ¡presente!, y Lady Clic cerraba la carpeta. Así comenzaba el día, así
comenzaba la semana: la rueca de los suplicios girando entre dedos nudosos y
apocalípticos.
MARTES: Piloto llamando a copiloto,
piloto llamando a copiloto: tus zapatos son Júpiter y Saturno, la paleta de tu
banca es el tablero de mandos de una nave espacial que vuela más allá del
salón, más allá del sistema solar y más allá de la galaxia. A tu lado Sigfrido
sonríe; tal vez él también está muy lejos de aquí, dibujando mapas de guerra en
un castillo medieval o a punto de llegar a la cima del monte más alto del
mundo. (Disciplina y orden. Respeto y obediencia. Aplicación, asiduidad y
atención… Prohibido hablar. Prohibido jugar. Prohibido reírse, rascarse o
estornudar.) Piloto llamando a copiloto, piloto llamando a copiloto; ¡copiloto
conteste! Entonces un fuerte grito te hace regresar a través de cien galaxias;
Lady Clic es una enorme reina extraterrestre, y con una regla en la mano se
acerca despacio a tu nave destruida.
MIÉRCOLES: Microbios, hongos,
flores, palmeras, medusas, ballenas, tiburones, pulpos, caracoles, cangrejos,
arañas, cucarachas, grillos, mariposas, gusanos, ranas, cocodrilos, tortugas,
canarios, zopilotes, avestruces, murciélagos, ratones, caballos, vacas,
canguros, dromedarios, osos, panteras, elefantes, rinocerontes, orangutanes,
perros, gatos, niños, niñas… La vida es un desordenado orden de antenas y alas;
de aletas, patas y colmillos; de hojas y troncos y pistilos y raíces. La luz de
la mañana se ilumina a sí misma y tú eres una pieza más del gran rompecabezas:
una redonda nota feliz y perfecta en el pentagrama sin fin del Universo… De
pronto Lady Clic te pregunta el nombre del último emperador azteca: te pones de
pie, tu lengua es un estropajo seco, tu voz se ha ido de vacaciones y los
músculos de tus rodillas están a punto de reventarse. ¿El último emperador
azteca? La tarde anterior gastaste muchas horas aprendiéndote ese y otros
nombres; hace rato, camino a la escuela, se los recitaste a Fernanda sin
ninguna traba. Pero ahora un manto negro cubre tu memoria y cubre también la
espléndida luz de la mañana. Las tres o cuatro sílabas que empiezas a
tartamudear son interrumpidas por el alarido de Lady Clic: ¡Siéntate mongolito!
Tienes cero en historia, eres un cero a
la izquierda y nunca llegarás a ningún lado. Vuelves a sentarte, tembloroso,
ante la compasiva mirada de todo el grupo. Cero en historia, cero a la
izquierda y sin llegar nunca a ningún lado. Cero en historia, cero a la
izquierda y sin llegar nunca a ningún lado. Cero en historia… Afuera la luz
juega con las nubes y los pájaros platican con las flores, felices de ignorar
el nombre del último emperador azteca.
JUEVES: Un ángel llora por ti sin
que te enteres, vuela muy cerca de los tejados, trata de atrapar tus sueños. Un
ángel se desgarra en la antena de tu casa: sus alas ensangrentadas salpicarán
de rojo tu boleta de calificaciones.
VIERNES: ¿Quién fue el desviado que
dibujó un submarino amarillo en el pizarrón? ¿Quién fue el imbécil que escribió
con equis la palabra disciplina? ¿Qué mentes deterioradas tengo yo que arreglar
a punta de reglazos? Lady Clic echa espuma por la boca y a grandes zancadas
recorre sus dominios: le ordena a Lucy trapear el salón con su osito de
peluche, le arranca las patillas a Juanito Magallanes, o con hilo y aguja le
cose la boca a Hugo para que deje de platicar en clases. Cric-crac, cric-crac, cric-crac… el sonido de los
collares de Lady Clic anunciando su cercanía. Cric-crac, cric-crac, cric-crac.
De pronto está junto a ti y quieres hacerte invisible y ella te arranca con sus
garras el libro de español en el que fingías estudiar: en sus páginas encuentra
las legendarias, las inconseguibles estampitas que te dio Walter Westinghouse
esta mañana a cambio de que le regalaras tus sandwiches durante un mes. ¿Qué es
esto?, pregunta Lady Clic con un gesto de asco arrugándole la nariz. Son
estampas, miss. ¿Conque estampas, eh? Y rompiéndolas sin misericordia te manda
por un reporte a la Dirección, no sin antes obligarte a levantar con la lengua
cada uno de los minúsculos pedacitos de estampa desparramados por el suelo:
cada uno de los pedacitos de las siete estampas que te faltaban para completar
tu álbum… Hay que organizarnos, dice Liliberto Chapiro a la hora del recreo; yo
puedo fabricar una minibomba atómica y esconderla en el interior de una
manzana; dejamos la manzana en el escritorio, y cuando Lady clic se la coma:
¡Buuuuuuum!, picadillo de maestra por toda la escuela. Pero nadie ignora que
Lady Clic se alimenta de carne cruda y no de manzanas; nadie ignora que con
solo mirarnos adivinaría nuestras intenciones y nos dejaría de tarea copiar a
mano el directorio telefónico completo. Suena el timbre: fin del recreo, fila
de zombis de regreso al salón. Lady Clic saca la lengua y cierra los puños:
¡Pongan atención, enfermos! Les amputaré los dedos de jugar, aprenderán a
responder como es debido; haré de ustedes Útiles Hombres de Corbata, Cifra y Portafolios…
¡Gusanos! ¡Algún día me lo agradecerán!
IV)
Seré flor sin sentido, terror de
glándulas, seré naturaleza descomunal; decía Toli, la más pequeña de tus
piedras. Péndulo demente será mi corazón y mis pies dos hojas secas arrastrándose
por el laberinto de la nada. ¿Acaso será tu religión un trozo de carne
putrefacta?, preguntaba entonces Csonka, la piedra alargada y transparente que
sostenías en la palma de tu mano. ¿Será tu vida un oscuro pozo de lenguas?
¿Será tu filosofía un almanaque sin números? Tú no comprendías esas palabras…
Simplemente jugabas con tus piedras: las acomodabas formando un cuadrado de
tres piedras por lado. Colocabas a Germán en medio de Bottyán y Gunghi o
guardabas a Zsolt en tu bolsillo. Mis piedras hablan, decías; mis piedras
hablan y nadie lo sabe. Desde la cocina se oía el golpetear de los platos y las
cacerolas que lavaba Fernanda, mientras en la biblioteca tu abuelito roncaba
con un libro de Dostoyevski en su regazo. Tus papás no estaban, habían ido a ver
a unos abogados aunque a ti te dijeron que iban al teatro, al rato regresamos,
pórtate bien y obedece a Fernanda.
La tarde del viernes se
desenredaba como el suave velo de una novia en esa boda mágica donde tú eras el
novio. Tus piedras enmudecieron de pronto y no volvieron a hablar por más que
las mojaste, las mordiste o las golpeaste contra el suelo. Decidiste guardarlas
en su jaula y entonces todas comenzaron a cantar al mismo tiempo una especie de
incomprensible plegaria charlestoniana. Saliste corriendo al jardín, mis
piedras están locas y quieren volverme loco. Trepaste por las ramas de Pedro
para estar solo y planear desde tu casita de madera los juegos de esa tarde. Al
día siguiente no había clases: no tenías que hacer tareas, no tenías que estudiar,
no querías saber absolutamente nada de la escuela.
Miraste las nubes como grises
castillos de un extraño reino celeste. ¿Existen los ángeles? De grande seré
astronauta y un angelito me guiará para que los picos de las estrellas no le
ponchen las llantas a mi nave. Esa vez no sólo te preocupó la existencia de los
ángeles, también quisiste saber quién inventó los submarinos, para qué servía
el miedo o si había sido un misterioso demonio invisible quien borró los
resultados de tu último examen de aritmética. Pero la tarde siguió avanzando
por su escalera de horas. Tú regresaste a tu recámara y escuchaste cuatro
discos diferentes o quizá el mismo disco cuatro veces mientras acariciabas a
Caín quien ladraba de gusto y movía su inexistente cola. Después volviste al
jardín otra vez, soy el hombre de las nieves y mi perro es el primer
dinosaurio; soy el Capitán Capricornio y mi perro es un robot y mis piedras son
los restos de un asteroide. Luego te convertiste en un brujo bueno, preparaste
sopas de lodo y un extracto de hongos y lombrices para curarles la tristeza a
las lagartijas. La tarde de ese viernes fuiste dueño del Universo hasta que la
lluvia comenzó a caer y Fernanda te llamó, la cena está servida, ve a lavarte
las manos. Se acabaron los juegos, se acabaron las risas, pues junto con la
lluvia cayó también la noche como un espeso monstruo de plastilina negra.
Después de cenar había que lavarse
muy bien los dientes, ponerse la piyama y abrirse paso entre sábanas de hielo y
una tonelada de cobijas. Fernanda apagaba la luz, que descanses m’hijito,
duérmete pronto pues tus papás van a regresar quién sabe a qué horas. Fernanda
cerraba la puerta. Fernanda te dejaba a solas con tu miedo… Porque de noche las
cosas cambian. Porque de noche los objetos reviven y el escalofrío sale
arrastrándose de su escondite y te muerde las orejas y afuera la tormenta es
una mano gigante arrojando puñados de granizo. Oíste los pasos de Fernanda
bajar las escaleras, la tos de tu abuelo en el cuarto de junto. Trataste de
pensar que a esas mismas horas miles de niños como tú ponían sus cabezas en las
almohadas y no había por qué asustarse pues mañana es sábado y a lo mejor ahora
sí mi papá me lleva al cine como prometió hace mucho; a lo mejor a mi mamá no
le duele tanto la cabeza y juega conmigo, aunque sea media hora. Pero la noche
metió sus innumerables dedos por tus ojos para despertar a la pequeña noche que
dormía dentro de ti. Cien lobos triangulares te mostraron entonces sus rostros
azules desde la ventana, los relámpagos danzaron como esqueletos fosforescentes
y la viscosa luz de una luna llena de sangre se derramó en el jardín
arrancándole largos aullidos a tu perro. Bienvenidos a mi pesadilla, había
dicho por la tarde el habitante de uno de tus discos y tú no querías cerrar los
ojos pues todo lo anterior era tan sólo el preludio del infierno que te
esperaba si llegabas a quedarte dormido.
Abres los ojos. Estás inmóvil y deforme en una silla de ruedas. La noche es verde y alrededor un inmenso mar de tumbas se pierde en el horizonte de los cuatro puntos cardinales. ¿Dónde estoy? De pronto, una de las tumbas se abre con un crujido expulsando de las entrañas de la Tierra al Oso Panesotes quien se acerca hacia ti acompañado por una vasta legión de feroces moscas carnívoras. Desesperado, haces girar las ruedas de tu silla pero no avanzas ni un milímetro pues el suelo es de jabón y la noche es una terrible máquina y arriba la luna es un ojo ciego que te mira. Los gangrenosos gritos del Oso Panesotes rebotan entre tumbas moradas mientras sus enormes manos tiran lápidas al compás de mil tambores delirantes: ¡Niño malcriado! ¡Te voy a comer como si fueras un bizcocho…! ¡Estoy soñando! ¡Estoy soñando! Y si la noche es una máquina, entre la niebla de tus sueños descubres que detrás de la máquina está nada menos que Lady Clic moviendo los controles; Lady Clic afilando las tijeras y cuchillos que habrá de utilizar en tu próximo sueño.
Abres los ojos. Estás inmóvil y deforme en una silla de ruedas. La noche es verde y alrededor un inmenso mar de tumbas se pierde en el horizonte de los cuatro puntos cardinales. ¿Dónde estoy? De pronto, una de las tumbas se abre con un crujido expulsando de las entrañas de la Tierra al Oso Panesotes quien se acerca hacia ti acompañado por una vasta legión de feroces moscas carnívoras. Desesperado, haces girar las ruedas de tu silla pero no avanzas ni un milímetro pues el suelo es de jabón y la noche es una terrible máquina y arriba la luna es un ojo ciego que te mira. Los gangrenosos gritos del Oso Panesotes rebotan entre tumbas moradas mientras sus enormes manos tiran lápidas al compás de mil tambores delirantes: ¡Niño malcriado! ¡Te voy a comer como si fueras un bizcocho…! ¡Estoy soñando! ¡Estoy soñando! Y si la noche es una máquina, entre la niebla de tus sueños descubres que detrás de la máquina está nada menos que Lady Clic moviendo los controles; Lady Clic afilando las tijeras y cuchillos que habrá de utilizar en tu próximo sueño.
Ahora recuerdas como despertabas
sudando frío, con la garganta reseca y el corazón murciélago loco latiendo a
mil revoluciones por segundo. A veces te preguntas si no te quedaste atrapado
en uno de esos sueños y has vivido el resto de tu existencia en unas pocas
horas: tal vez mañana temprano, al despertar, tendrás tan sólo diez años. Tal
vez tendrás mucho miedo, y toda una vida por delante.
V)
Mamá ¿existen los ángeles? No
hijo, son un invento de los hombres para no sentirse tan solos, decía tu mamá,
y tú ya no podías contarle que algunas noches, desde la cabecera de tu cama, un
ángel viejo abría sus alas y te cubría con ellas para protegerte de tus propias
pesadillas. Tal vez el ángel sólo vive en mis sueños, tal vez mi mamá nunca
tuvo diez años ni soñó pesadillas… Tal vez mi mamá nunca fue alumna de Lady
Clic.
Encendías el tocadiscos: un gentil
gigante tocaba jazz medieval o entonaba dulces cantos gregorianos mientras tu
perro brincaba y tú recortabas papelitos con unas tijeras. Desde el escritorio,
tus cuadernos y tus libros de la escuela te miraban con sus ojos planos: tienes
que hacer la tarea, te quedan exactamente nueve horas y cuarentaicinco minutos.
Afuera el sol del domingo besaba las ramas de Pedro, pintaba de bronce las
espaldas de todos los escarabajos del jardín y con sus dedos cálidos y dorados
tocaba la puerta de tu corazón: toc-toc-toc, y era tu abuelito que entraba
fatal y sonriente a contarte una historia que acababa de inventar. Toc-toc-toc,
y eran Hugo y Lucy que venían para invitarte a volar un papalote nuevo. Lo
siento amigos, no puedo salir, tengo que hacer mi tarea, me quedan ocho horas y
doce minutos… Y así se te iba el domingo: unos avioncitos de plastilina; tengo
que hacer mi tarea, me quedan seis horas y treintaicuatro minutos. Una aventura
de Asterix; tengo que hacer mi tarea, me quedan cinco horas y cuatro minutos.
Un sándwich de mermelada; tengo que hacer mi tarea, me quedan tres horas y
cuarentainueve minutos. Un disco del Rey Carmesí; tengo que hacer mi tarea, me
quedan dos horas y veinte minutos. La hora de la cena; mañana llego muy
temprano a la escuela y hago mi tarea.
¿Y ustedes qué van a ser de
grandes? Yo seré gángster, decía Liliberto Chapiro; controlaré el tráfico de
chocolates y dulces en las grandes ciudades y extorsionaré a los alcaldes para
que manden cerrar todas las escuelas. Yo quiero ser bailarina, decía Lucy; seré
muy famosa y bailaré en los teatros más lujosos, aunque luego fracasaré y
terminaré bailando en un circo para pobres y me casaré con el payaso más triste
de todos. Yo no sé, decía Sigfrido; quiero ser taxista, taquero, albañil,
vendedor de caballos, mariachi, peluquero o bolear zapatos en el mercado de las
flores… lo malo es que mi papá quiere que yo sea arquitecto. Hugo y tú no
tenían dudas: querían ser astronautas. La semana pasada habían visto por la
televisión como unos astronautas chinos pisaban por fin la superficie de Marte.
Claro, a veces pensaban que a lo mejor los astronautas se sentían muy solos
allá tan lejos. ¿Y tú qué vas a ser de grande? Le preguntaban a Walter
Westinghouse; ¿Yo?, seré el mejor mago del mundo: mi acto triunfal será desaparecer
para siempre a Lady Clic.
La tarde que un camión de mudanzas
atropelló a Caín lloraste mucho. ¿A dónde van los perros que se mueren? ¿Por
qué tiene que existir la muerte? Entonces Fernanda te habló del Cielo y tu
abuelito te contó la leyenda de las reencarnaciones, y tú dejaste de llorar y
en el cielo viste una gran nube en forma de perro… Esa tarde tu papá y tu mamá
no te dijeron nada. Esa tarde, tú papá y tu mamá no supieron cómo consolarte.
VI)
Algunos dicen que fue Dios; otros
dicen que fue el Diablo… La vez que se incendió la escuela, Lady Clic había
salido a la Dirección, dejándolos al cuidado de la superchismosa Carlota. Tú ya
habías terminado de resolver las ecuaciones y mientras mirabas el techo
decidiste que de grande, además de astronauta, serías bombero: los sábados,
cuando no haya incendios, recorreré las calles con mi flamante carro rojo y
llevaré a todos los niños a dar una vuelta. De pronto oíste los gritos: ¡Fuego!
¡Fuego! ¡Se está quemando la escuela!Ha pasado mucho tiempo, y ahora el
orden de los sucesos se hace trizas en tu memoria: recuerdas un zapato tirado y
el libro de aritmética quemándose lentamente debajo de tu banca; recuerdas las
lágrimas y los gritos de Carlota, la cara de incrédula felicidad de Liliberto
Chapiro. Por la ventana del salón viste al tropel de niños rodando por las
escaleras: la multitud de niños asustados tratando de huir y en medio de ellos
al Pingüino abriéndose paso a punta de golpes y patadas. ¡Fuego! ¡Fuego!
Tú
también corriste, pero tu cuerpo parecía moverse en cámara lenta. Afuera, entre
las llamas, viste por última vez a Lady Clic: creció y creció hasta alcanzar el
triple de su tamaño y tenía los ojos en blanco y había manchas de sangre en las
comisuras de su boca. También viste por última vez a tu amigo Hugo: sonreía
como un visionario mientras Lady Clic lo clavaba en una enorme cruz de madera…
El tiempo se detuvo. Tú te quedaste inmóvil y aterrorizado mirando la escena;
nunca más los ángeles volverían a reír, nunca más los ángeles volverían a
cantar. Entonces el cadáver ardiente del Oso Panesotes cayó frente a ti y el
nauseabundo olor de su grasa chamuscada te hizo perder el conocimiento.
Despertaste mucho tiempo después.
Tu mamá, tu papá, tu abuelito y Fernanda te miraban sin parpadear alrededor de
la cama: ¡Ya despertó! ¡Ya despertó! ¿Cómo te sientes m’hijito? ¿Puedes hablar?
Tu regresabas de un lugar sin espacio, de un confortable túnel donde no había
noches ni días. Detrás de tus ojos se había roto el inmenso cristal del Cielo:
a tus diez años supiste que nunca más volverías a ser el mismo. Las siguientes
semanas todos te trataron como si fueras un pollito recién nacido. Cada noche,
un doctor muy gordo y una enfermera muy flaca te tomaban la temperatura con un
termómetro de luz líquida, anotaban cosas en sus libretas y te daban una
pequeña pastilla rosa: después de tragártela soñabas a tus amigos, soñabas
ninfas de cristal y bosques prehistóricos. Jamás volvió a aparecerse en tus
sueños Lady Clic.
Dejaste
de ir a la escuela. Al año siguiente te inscribieron en una escuela distinta
donde las paredes eran de espejo y los recreos duraban muchas horas; nada de
tareas, nada de lecciones ni libros: los maestros usaban impecables batas
blancas, siempre sonreían y contestaban pacientemente cualquier cosa que se te
ocurriera preguntarles… Pasó el tiempo. El cajón de tus discos se llenó de
telarañas y un rayo deshizo tu casita de madera; pobre Pedro, perdió casi todas
sus ramas. Una noche de luna, mientras los grillos le llevaban serenata a las
estrellas, cavaste un agujero en el jardín y enterraste en él a tus ocho
piedras parlantes. No hubo lágrimas, no hubo rito: nunca volviste a
desenterrarlas.
Creciste. Debajo de la nariz te
salió un bigote igual al de tu abuelo quien murió poco tiempo después con los
pulmones salpicados de cáncer, dejándote como herencia miles de libros que
nunca leíste y un montón de dinero que nunca te gastaste. Luego desaparecieron
los amigos. Tú supiste de mujeres, y supiste también del sordo dolor que causan
las mujeres. La dulce y enamorada Fernanda se casó con un sargento y se fue a
vivir a otro país. Las cabezas de papá y mamá se llenaron de canas para
siempre, y en los rincones de la casa se fue amontonando poco a poco el eterno
polvo de la melancolía.
Un buen día te metiste a la
escuela de astronautas: dos meses después estalló la guerra.
VII)
VII)
Y si el universo no estuviera aquí, ¿dónde estaría?
Abre los ojos: las luces del
tablero de mandos proyectan fantasmas azules y verdes en tu rostro. Tienes
setenta años y regresas a la Tierra después de un largo viaje; ningún ángel
vuela alrededor de tu nave, ninguna gota de esperanza salpica las paredes agrietadas
de tu corazón. Ahora eres un viejo lobo del espacio, tienes la piel curtida por
la sal de las galaxias y en tus bigotes quedan aún migajas de la última
estrella que viste explotar. Te enviaron en busca de vida y en el viaje se te
fue la vida. Te enviaron en busca de vida y lo único que encontraste fueron los
dedos de la soledad dibujando cifras inescrutables en el oscuro pizarrón de la
nada.
Mira la pantalla: ese punto
insignificante que crece centímetro a centímetro es el sol, ¿lo recuerdas? El tercero
de sus hijos es nada menos que la Tierra; el viejo planeta Tierra, donde nadie
te espera en casa porque tu casa ya no existe. Ahora compruebas la gran
paradoja del tiempo: desde que te enviaron al espacio, en la Tierra han
transcurrido varios miles de años y cuando llegues de regreso quizá ya no
encuentres raza humana; quizá ya no encuentres árboles, ni montañas, ni
océanos, ni lluvia.
Dentro de unos días atravesarás la
atmósfera. No reconocerás el extraño crucigrama de luces, la gigantesca ciudad
de agujas que se extiende sobre el único continente que aún no ha sido devorado
por los mares putrefactos. Aterrizarás: el cielo tendrá un color distinto al
cielo de tu infancia. El silencio zumbará alrededor como las alas de una enorme
libélula eléctrica. Al bajar de tu nave mirarás sorprendido a esos pálidos
seres encorvados que hablan un burdo lenguaje de caníbales; no te darán la
bienvenida, no habrá signos de emoción en sus miradas: tratarás de huir al
escuchar sus salvajes gritos de guerra y ellos te perseguirán por bosques
cibernéticos y pantanos de mercurio hasta hacerte caer en un foso. Tocarán tus
manos, tocarán tu rostro. Cambiarán por cadenas tus ropajes de astronauta y con
antorchas en mano te llevarán arrastrando a través de una extensa red de
túneles y galerías. Luego te arrojarán a las oscuridades de una bóveda
hexagonal, donde sentada en su trono de calaveras, Lady Clic te está esperando
desde siempre para interrogarte.
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