Imagino al Demonio de Tasmania echándole talco a
sus zapatos nuevos. Se lava los dientes, anuda su corbata color perla y se pone
el reglamentario saco azul. Luego se mira en el espejo: tendré éxito, alcanzaré
todas mis metas, seré un triunfador. El departamento donde vive es muy pequeño.
En los muebles hay carpetas tejidas debajo de los animalitos de cristal y
encima del viejo televisor hay un aparato recién comprado y una videocasetera.
También hay un servibar lleno de botellas y en las paredes cuelgan retratos de
abuelos tiesos y engominados. El Demonio de Tasmania sólo tiene dos libros: El
Vendedor más Grande del Mundo y el Manual del Perfecto Hombre
Cuadrado. No cree en el destino, no le gusta la poesía, no le gusta la música y
ni siquiera sabe cuál es su signo del zodiaco. El Demonio de Tasmania usa
calcetines de rombos, sus uñas son cortas y se está quedando calvo. Lo imagino
cerrando con llave su departamento. Toma tres camiones para llegar a Coyoacán y
camina hacia el Sanborns, donde gracias a su don de mando e impecable
apariencia, consiguió el codiciado puesto de capitán de meseros; empleado del
mes desde hace diez meses y quizá, es su sueño dorado, próximo subgerente del
restaurante.
No hubo clases de piano pues a la maestra le
amputaron las manos, pobrecita, así que salimos como pollos huérfanos a la
calle. Las campanas de las iglesias sonaban para despertar a nuestros ángeles,
tarde libre, mira las nubes, al rato va a llover. Éramos los de siempre: Venus,
Victoria, Celso y yo. Salimos despacio, con nuestros morrales repletos de
sueños inmaculados y las alas limpias; con libros de Girondo, Simic y Philip K.
Dick en las enormes bolsas de nuestras gabardinas. Yo llevaba además al animal:
así le decíamos a ese pequeño tarot, obsequio de Mamá Lila, que se había ido
gastando de tanto recibir influencias planetarias y visitas de emisarios
celestes. Por eso la pregunta de Venus ¿Me tiras el tarot?, hizo que el animal
abriera sus inexistentes ojos; voy a convocar a los astros, voy a descifrar las
indescifrables leyes kármicas que rigen a esta muchacha. Claro que sí, le
contesté a Venus contemplando la quietud oceánica de su mirada y la aureola que
iluminaba su rapado cráneo. Pero primero vámonos de aquí, propuso el jefe Celso
quien acababa de regresar de la alta selva y estaba acostumbrado a recorrer las
veredas en compañía de ángeles encapuchados y armados hasta los dientes para
derrocar al mal gobierno. ¿A dónde vamos? ¿Al cine? A excepción de Victoria,
todos éramos pobres, así que decidimos enfilar nuestros pasos rumbo a Coyoacán:
perder el tiempo, matar las horas, cuatro sombras largas toreando camiones en
División del Norte, ocho tenis rebotando en las piedras, cuatro personajes de
Plaza Sésamo rumbo a un incierto destino cósmico… En aquellos tiempos, Venus
quería ser astronauta, volar al planeta que le daba nombre y derretir ahí los
ácidos sueños que tuvo cuando niña. Victoria, por su parte, quería ser
escritora sin saber que ya lo era. A veces buceábamos en sus cuentos y
descubríamos peces, palabras de luz nadando en los laberínticos y
fosforescentes párrafos. Porque Victoria se extravió en un bosque prohibido y
regresó cabalgando un pegaso, convertida en duende y con la piel completamente
verde, aunque ella nos aseguraba que el culpable había sido el sol de Bacalar.
Yo, en cambio, vivía en el desierto. Era amigo de cactus y coyotes, y un
fantasma tolteca me había enseñado a descifrar las formas de la arena. El tarot
era mi aliado, ronroneaba vivo entre mis manos y cuando extendía las cartas
para formar un mandala o la cruz celta, juro que la música de las esferas se
convertía en el dulce aullido de la eternidad. Llegamos a Coyoacán. Cruzamos
lagunas de palomas y saludamos a Moy, el mimo parlante. En el Parnaso, los
señordones leían a Bufalino, leían a Kundera o comentaban películas de
Tarkovski mientras bebían litros de café carísimo y requemado. ¿Ya vieron Batman
Forever?, les preguntamos, y ellos se nos quedaron viendo como si fuéramos
retrasados mentales. Entonces entramos al reino multicolor de las carcajadas.
Compartimos nuestra tarde con perros flacos y vagabundos milenarios mientras
arriba, en el cielo, los ejércitos de la lluvia pasaban lista. De pronto
comenzó la guerra: primero fueron unas pocas gotas que sucumbieron a la sed del
pavimento, peones sacrificados por el rencoroso dios que inventó el agua. Poco
después los alfiles y las torres; el chubasco, el aguacero, la tormenta a
cubetadas sobre el paraguas violeta de Saint Germain que no podía cubrirnos a
los cuatro. Varios personajes de David Lynch danzaban en trance bajo la lluvia.
Sus bocas emitían graznidos y sus afiladas manos de faquir lanzaban piedras
hacia el cielo: que llueva, que llueva, la virgen de la cueva. Corrimos a la librería
sacudiéndonos el agua y la mala suerte. Ahí vimos postales, libros de magia
blanca y magia negra. Ahí hojeamos algunos cómics: Las aventuras eróticas
de Wozzek, el perro individual, El Senador Dupont visita Sarajevo,
Psiquiatramán contra el Mono Gramático y los Hijos del Limo. El agua se
encharcaba dentro de nuestros tenis para luego evaporarse en tufos agridulces.
¿Por qué en el Parnaso no venden libros de Clive Barker?, preguntó Victoria, y
los señordones, alarmados, ocultaron su asco enfocando sus redondas gafas en
las páginas culturales de La Jornada. Murió Ciorán. ¿Y ese quién es?,
pregunté yo; fue entonces cuando los señordones nos echaron a patadas de la
librería. Muy mojados llegamos a Sanborns. El Demonio de Tasmania recorría sus
dominios con pasos firmes y mirada de halcón. Un menú estilo colonial con
precios de tres o cuatro cifras aguardaba debajo de su brazo. El restaurante
estaba a reventar: refugiados de la guerra que sacudían sus destartalados
paraguas junto a las mesas. ¿Cuántas personas?, nos preguntó cordial el Demonio
de Tasmania. Uno, dos, tres, cuatro; somos cuatro, dijo Celso. ¿Fumar o no
fumar? Es igual. Por aquí, y lo seguimos a través de las conversaciones y las
risas de los distinguidos comensales. Una mesa bien iluminada, pinturas del
siglo XVIII en las paredes, ruido moderado y el movimiento eficaz de las
meseras, preocupadas por ganarse una buena propina, pero más preocupadas aún
por cumplir correctamente con el deber ante los ojos de su estricto capataz el
Demonio de Tasmania. Y vimos el menú concienzudamente, aunque de entrada
sabíamos que sólo íbamos a tomar café. Cuando sea rico voy a pedir un cóctel
grande de camarones, dije yo; cuando consiga trabajo voy a pedir una carne a la
tampiqueña, repuso Venus. Y llegaron los cafés y los probamos en silencio. Las
cucharitas estaban quietas encima de la mesa, el calor evaporaba el agua de
nuestros cuerpos, mientras allá afuera la lluvia seguía trastornando el sopor
de las flores. ¿Entonces qué?, preguntó Venus, y todos se me quedaron viendo
como si estuviera a punto de contarles un chisme de los gordos, de esos que se
paladean a solas mientras el gato Chester nos presta su sonrisa de Gioconda…
¿Entonces qué de qué?, le dije fingiendo no saber, fingiendo estar pensando en
otra cosa, como si el ansioso animal no estuviera a punto de salirse de la
negra bolsa de cuero donde lo guardaba; como si ninguno de los presentes
supiéramos que la Hora de la Verdad había llegado, puntual como la hoja de una
guillotina. ¿Entonces qué con el tarot? ¡Ah claro… el tarot! Y así comenzó el
rito: sacar al animal de su bolsa, extender el minúsculo tapete donde se irán
colocando las cartas. Hacer la sopa cósmica, el caos primordial donde se
mezclan los arcanos mayores y los arcanos menores. A ver Venus, corta en tres
con tu mano izquierda. Dedos temblorosos, ojos de animal acuático. La tirada
más ortodoxa es la cruz celta, sobre todo si es la primera lectura. Coloca una
carta aquí, y Venus sacó el dos de pentáculos al revés. Eres géminis ¿verdad?
¿Cómo lo sabes? Porque tú me lo dijiste el otro día. ¡Qué tarado eres! Ahora
pon una carta que cruce a la primera: la Sacerdotisa, el diez de bastos en la
base, la Luna en el pasado reciente. El asombro y la sorpresa se instalaron con
nosotros tomados de la mano. El tres de espadas en el destino, esto se está
poniendo bueno. Victoria y Celso miraban las cartas respetuosamente. Celso
pensaba en el siete de copas, su carta favorita: el hombre pasmado que ve
castillos en el aire. Yo oí cuchicheos en la mesa de junto, las meseras pasaban
y nos miraban de reojo. Venus sacó otra carta: el as de copas, el Espíritu
Santo montado en su paloma, el desenfrenado amor de Dios por todas y cada una
de sus criaturas. Entonces ocurrió… Fue como un eclipse total, como la funesta
noticia que arruina sin remedio un noche de bodas. Fue la voz del Demonio de
Tasmania a doscientos metros de altura: recojan esas cartas inmediatamente. Nos
quedamos inmóviles, nuestras cuatro miradas formaban un enorme signo de
interrogación. ¿Pero por qué? Porque aquí no es salón de juegos. Pero esto no
es un juego. No me importa, el reglamento lo prohibe. La discusión duró diez
eternos minutos y de nada sirvieron amenazas ni súplicas. Es que usted no
entiende. Los que no entienden son ustedes, guarden esas cartas, guarden esas
cartas, guarden esas cartas, repetía el Demonio de Tasmania como un
incorruptible robocop de pilas. Oiga señor Capitán, ¿no quiere que le tire el
tarot?, aventuré a decir como último recurso. El Demonio de Tasmania peló los
ojos y me miró como si le estuviera proponiendo matrimonio. ¡Yo no creo en esas
cosas! ¿Y si no cree entonces por qué le da tanto miedo?, preguntó Victoria.
¡No tengo miedo! Si no guardan las cartas, llamaré a seguridad para que los
echen y punto. ¿Qué podíamos hacer? El café se había enfriado, los comensales
de las mesas vecinas nos miraban como si fuéramos los últimos habitantes de un
zoológico inconcebible. Guardé el tarot silenciosamente. Pedimos la cuenta.
Venus, Victoria, Celso y yo caminamos con pies de plomo rumbo a la salida,
rumbo a la lluvia, rumbo a la nada metafísica. Buenas noches Universo, que
sueñes con los angelitos.
Jamás volvimos a vernos. Luego me enteré que Venus
se había casado con un vendedor de seguros y que era madre de dos sonrosados
querubines. Victoria recibió el premio Nobel de literatura, desde entonces se
dedica a firmar autógrafos y a dar conferencias. Celso desapareció en el
triángulo de las Bermudas, aunque ahora su estatua adorna casi todas las
avenidas y parques de la ciudad. Yo, en cambio, me dedico a recorrer el mundo
en una bicicleta sin ruedas. No he vuelto a tocar el tarot.
Imagino al Demonio de Tasmania regresando a su
departamento después de una ardua jornada de trabajo. Se quita los zapatos,
afloja su corbata color perla y se echa un pedo. ¡Vaya día! Hoy humilló a tres
meseras, hizo llorar de rabia a un cocinero y despidió a un lavaplatos
analfabeta. El Demonio de Tasmania se prepara un whisky, enciende el televisor
y coloca en la video su película porno favorita: El Enano y las siete
Blancanieves. Luego se prepara otro whisky y otro whisky y otro whisky hasta
quedarse dormido. De pronto se desgajan los muros y por las grietas aparecen
los arcanos mayores. Afuera, la Luna recorre el cielo en una silla de ruedas.
El Mago arranca un rayo de las nubes y lo clava en medio de los ojos dormidos
del Demonio de Tasmania: ¡toma pequeñín, pesadillas para el resto de tus
noches! La Rueda de la Fortuna tritura los animalitos de cristal, y ahora te
aplastaré los callos. El león escapa de las manos de la Fuerza y destroza los
sillones con sus zarpas. El Diablo le llena de plastilina las cavidades del
corazón mientras el Loco, armado con un popote, le sorbe el cerebro al Demonio
de Tasmania quien no puede despertar, pues el ángel de la Templanza le ha
cosido los párpados con los hilos del arcoiris. La Justicia pesa el vacío con
su balanza: nada igual a nada; vámonos de aquí muchachos, este pobre individuo
no tiene remedio. Los arcanos mayores salen en fila india del departamento.
Antes de alejarse, la Muerte coloca una cucaracha viva debajo de la lengua del
demonio de Tasmania: éste es tu postre, polluelo, ojalá lo disfrutes mucho… Imagino
a los bomberos rompiendo la puerta dos semanas después y encontrando el cadáver
podrido del Demonio de Tasmania. Pero sé que la realidad será otra y no
necesito ningún tarot para adivinarla: mañana temprano, el Demonio de Tasmania
llegará al Sanborns, puntual como siempre. Será capitán de meseros por el resto
de su vida.
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